En la nebulosa desmemoria que no perdona el tiempo, recuerdo a mi profesora de segundo año consagrada de tiempo completo a la labor educativa. Siempre ocupada en la tarea encomendada: enseñar, enseñar, enseñar y enseñar. En el salón de clase no había tiempo para otra cosa. Con la profesora Conchita siempre había que ganarle tiempo al tiempo. Y eso lo muy tenía claro, éramos unos aprendices que apenas empezábamos a dominar el arte de la escritura, apenas éramos capaces de construir frases cortas, con conjugaciones sencillas utilizando la primera regla básica de la gramática española, combinar correctamente el sujeto, el verbo y el predicado.
Y esta regla elemental del idioma había que empezar a dominarla tanto de manera verbal como escrita, y bien escrita, entendida como una tipografía correcta. La clave en el método pedagógico de Conchita, según recuerdo, era la repetición del ejercicio las veces que fuera necesario hasta que se dominara los ejercicios que nos enseñaba, de gramática como Pepe come carne, Elsa va a la escuela, el papá de Paco maneja su carro, Toño dibuja un coche… y empezábamos con conjugaciones y tiempos: Pepe comió carne, Elsa fue a la escuela, Luis fue a pescar y en paralelo trabajábamos las operaciones matemáticas básicas, incorporando ejercicios con unidades, gradualmente las décimas y comenzábamos a memorizar las tablas de matemáticas. Esa era la rutina diaria del turno matutino, mientras tanto, en el vespertino, las dos horas se dedicaban a escribir planas enteras en el cuaderno de doble raya de oraciones gramaticales, afianzando los trazos, las mayúsculas y las minúsculas. Al mismo tiempo macheteábamos como si fueran una recitación las tablas de multiplicar.
Conchita era en exceso celosa de su deber, siempre cuidadosa y sistemática en el recurso del método. Siempre seria, enfática, atenta al comportamiento y a la forma en que los educando interactuábamos socialmente, más tratándose de un salón mixto. Nunca se salía del guion, siempre en el papel de la autoridad que se daba a respetar, vertical, que enseñaba con la disciplina y la obediencia por delante.
De la profesora Conchita esa es la imagen que guardo. Lo digo sin amarguras, nunca recibí una palabra amorosa o un gesto cálido más allá de su papel como responsable de impartir la educación a sus alumnos en el salón de clase, ese era su rol central y ya. Agradezco esa forma de ser la suya porque al cabo del tiempo y ya como profesional, sus enseñanzas me han servido para distinguir que en la vida hay un momento y un lugar para todo.
Le doy gracias porque el trabajo y el esfuerzo que ella puso en prenda por la educación de sus alumnos estoy cierto de que no fue en vano.
Concepción Escutia Blasco nació en la ciudad levantina de Valencia, ahí se formó como profesora de educación primaria en la Escuela Normal. Muy joven, como parte del gremio magisterial, se integró al bando republicano en contra del bando nacional que encabezaba Francisco Franco. En medio de la lucha contrajo matrimonio con el profesor Atilano (Luis Navarrete). Juntos padecieron la reclusión forzada en los campos de concentración franceses de donde saldrían al exilio mexicano ignorando ambos que venían en el mismo barco que los traería a México. Hasta que desembarcaron en Veracruz se reencontraron. Mis dos queridos maestros formaron parte integrante de la fundación del Grupo Escolar Cervantes en mi ciudad natal en 1940. Tuvieron cuatro hijos: Manuel (Manolo), José María (Chema), Conchita y María Luisa.
Con enorme gratitud a mi maestra de segundo año de primaria.
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