*“A lo más que puede aspirar un revolucionario verdadero es a que digan de él, cuando haya desaparecido: fue un hombre”. Vicente Lombardo Toledano (1894-1968). Político mexicano. Camelot.
LOS REVOLUCIONARIOS
Estando hace poco en Xalapa, en mesa de contertulios, un amigo me hablaba que leía el libro de Pancho Villa, ese magistral libro en dos tomos de Friedrich Katz, historiador y antropólogo austriaco, que vino a meterse de lleno en los territorios de Pancho Villa (Oye tú, Francisco Villa, qué dice tu corazón), y logró dos magistrales tomos del Centauro del Norte, una anécdota que hoy mismo leo en Milenio y revela el columnista Héctor Aguilar Camín, otro historiador bueno, mexicano hasta las cachas. Y me acordé de los libros que leí hace añisimos, de la Revolución, cuando aún la Revolución no se bajaba del caballo y dirimían todo a punto de ahorcados del otro bando y pistolas por doquier. Éramos sanguinarios, pero nada parecido a lo que ahora nos convertimos, sanguinarios en contra de una sociedad que no tiene vela en el entierro y que es secuestrada y asesinada por dinero. Hay historiadores extraordinarios. La Revolución contó con Martín Luis Guzmán, Vasconcelos, Yáñez, fueron muchos los que abrevaron en esas gestas, unas a veces heroicas, otras desalmadas, como la que narró Martín Luis Guzmán en aquella llamada La Fiesta de las balas, donde el sanguinario Rodolfo Fierro ejecutó a cerca de 300 prisioneros, de par en par. Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos. Uno era killer, el otro General de División. Se escribe que Fierro llegó al corral donde tenían detenidos 300 prisioneros. Les dio a escoger, soltaría de dos en dos, los que llegaran a una cerca que era el límite, salvaban la vida. Agarró dos pistolas, jaló a un ayudante, me las cargas a tiempo, si se me pela uno te fusilo aquí mismo a ti, por pendejo, dijo al temeroso y tembloroso chalán. Al grito de arrancan, como en carrera de caballos, fueron brincando de par en par. Fierro era certero. Los 300 huertistas corrían más rápido que Usain Bolt, el corredor olímpico. Piernas para qué te quiero, habrán dicho. Caían uno tras otro, de par en par, como tema de programa de radio: “Por parejitas van sus favoritas”. Las pistolas ‘miti güeson’ estaban listas, humeaban.
Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caían después encima de la frazada. El asistente hacía resaltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía la pistola hacia Fierro, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros. Con las manos hinchadas terminó ese rosario de muerte. Fierro se fue a dormir y esa noche soñó a todos esos que mató. Los oía pedir agua y dijo a su ayudante: “Dale agua a ese muerto”. Se cuenta que solo uno alcanzó a huir, entre esos 300 liquidados de la Revolución.
LAS DE JOHN WOMACK
He escrito algunas veces que los historiadores extranjeros, sean americanos, ingleses o alemanes o austriacos, logran hacer grandes biografías de nuestros héroes porque cuentan con patrocinios de fundaciones o universidades. La mejor colección de Pancho Villa está en Austin, Texas, en su afamada Universidad, porque tienen el dinero para comprar lo que quieren. Aquí vino a México John Womack, el afamado historiador de Harvard, maestro de Carlos Salinas en esa Universidad. Vino a estar bastante tiempo becado por ellos, para hacer una excelente biografía de Zapata, que rivaliza con la de Jesús Sotelo Inclán, el otro biógrafo mexicano del General Zapata. A Womack lo conocí una vez que el orizabeño maestro Garcilazo lo trajo a su librería, y Ugalde en Xalapa me dijo que también alguna vez le conoció, cuando fue invitado por la UV (Universidad Veracruzana) a alguna conferencia. Womack se metió a los terrenos de Anenecuilco, donde Zapata merodeó en sus tiempos. Es un libro digno de leerse. Ahora que la 4T irrumpió con un presidente que alaba a esos revolucionarios, y no solo como los neoliberales que usaban sus nombres para ponérselos al avión presidencial, que anda en venta de garaje y nadie quiere, porque está salado, debían Esteban Moctezuma y el grosero Paco Ignacio Taibo, no metérnosla doblada, editar libros de bolsillos muy baratos y ser repartidos entre los estudiantes de secundaria y de carrera, para que se conocieran las gestas de aquellos revolucionarios y los de la Independencia, donde tuvimos grandes estrategas, Villa fue uno de ellos, en el campo era chingón, José María Morelos por igual, no por algo Napoleón dijo un día: “Denme tres Morelos y conquisto el mundo”. Fin del relato, breviario cultural mío, que me acordé de mis libros que leí en la secundaria y creo que en la primaria, donde ya me daba por leer (Ler, diría Aurelio Nuño). Tan, tan.
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