Cuando era chavo, pero de veras chavo, tendría entre 5 y 6 años, esa edad en donde el tiempo de los infantes se invierte en un 70% en actividades lúdicas, y el otro 30% en ir a la escuela para empezar el largo camino del aprendizaje continuo, en la cortedad de esa edad (un buen diccionario nos dice que la cortedad es cuando el niño descubre a través del juego sus limitaciones y, al mismo tiempo, las respuestas posibles a esa escasez de recursos) resulta que el primer arte que me deslumbró en la infancia fue el noble oficio de lustrar zapatos.
Caray, y es que buena parte de mi vida prácticamente desde que nací hasta ya adulto en que me fui a estudiar a la capital de la república e incluso hasta algunos años después, mi destino estuvo ligado a la antigua terminal del ADO de mi pueblo. Mi casa familiar colindaba, pared con pared, con la central camionera de autobuses de primera. Las recámaras de la segunda planta de mi casa eran salpicadas un día sí y otro también por el agua y la jabonadura con la que lavaban los camiones de pasajeros. Y del rugido de sus poderosos motores ya ni cuento, retumbaban a todo lo que daban las 24 horas del día.
Así transcurrió mi infancia, en ese incesante trajín típico de las terminales de autobuses. No había descanso. Pero en especial algo había en esa singular atmósfera que me llamaba poderosamente la atención, los dos o tres boleros que ofrecían sus servicios a los múltiples viajeros que llegaban y salían de la central de camiones. Para el que esto escribe era un verdadero goce observar cómo los lustradores de calzado manejaban con admirable destreza el cepillo, las brochas y el trapo con el que sacaban brillo al calzado. Me escapaba de casa para ir a ver a esos nobles artesanos hacer su trabajo. Fue entonces cuando se me metió en la cabeza que eso era lo que quería hacer en la vida, es decir, convertirme en bolero profesional.
La cosa es que me conseguí una caja de cartón de zapatos y en ella dispuse mi primer cajón habilitado de bolear. Después de insistirle un buen rato a mi pobre madre accedió finalmente a comprar mis primeros enseres para desempeñar el oficio como mandan los cánones: 2 brochas para colores negro y café, 1 cepillo neutro, cremas bicolor marca Oso y una grasa de color neutro que venía dispuesta en el clásico envase de latón, muchos trapos de los que mi mamá desechaba cuando cosía en su máquina Singer. Los primeros clientes fueron mis hermanos mayores y mi papá, que se prestaban estoicamente a mis primeros pininos que di como bolero de calzado. Se sentaban en el antecomedor, ponía frente a ellos la caja de zapatos para que posaran sobre ella el pie que primero se iba a bolear, previamente había dispuesto a un lado los avíos que utilizaría en el lustrado.
Así me la llevé un buen tiempo, boleando con la caja de zapatos de cartón habilitada como cajón de bolear, hasta que convencí a mi madre que me comprara un cajón de madera con toda la barba. Aspiraba adornarlo con estoperoles de lata y espejos en los costados, como los clásicos, que eran una mezcla recargada de barroco y pompadour pintados con barníz color rojo. Lo que sea de cada quien se veían chidos.
Total que tanta fue mi insistencia hasta que mi jefa accedió a mis pretensiones y me mandó a hacer a una carpintería el anhelado cajón de bolear, como los mejores, con su base para posar los zapatos y una puertecilla abatible de arriba a abajo con su trabilla de latón para que no se abriera. Nada más me hizo falta el banquito de bolero, pero eso no importaba, habilité como tal a un bote de chiles en vinagre que cumplía muy bien con esa función. El cajón de bolear fue uno de los más grandes regalos que recibí de niño. Poseer un trebejo así fue algo que se lo agradecí a mi madre mientras vivió.
Un día mis ansias por debutar profesionalmente como bolero en el ADO se vieron frustradas cuando una tarde, después de comer, dispuse en el cajón los enseres necesarios para la faena con la intención de irme a la esquina de lustra calzado. Decidido me dirigí a la puerta de mi casa, desde donde le pegué un grito a mi madre anunciándole con la voz autorizada de quien está por asumir una responsabilidad laboral, que ya me iba a la esquina a bolear zapatos y que al rato regresaba, cosa que agarró a mi madre un tanto distraída encauzada como estaba recogiendo la mesa del comedor en donde minutos antes había comido la familia, fue entonces que me preguntó como dudando que a dónde le estaba avisando que me iba, a lo que le confirmé con la voz impostada que me iba a bolear zapatos al ADO.
Y para qué sigo contando, más tardé en confirmar a mi madre mis pretensiones de irme a bolear cuando ya estaba interponiéndose en mi camino para detener mi marcha hacia aquella aventura, obligándome a desistir con un cincho en la mano para materialmente arrearme de vuelta a la casa al tiempo que proclamaba con contundencia: ¿Que vas a dónde? ¡Vámonos para su casa chamaco éste, qué bolear ni que ocho cuartos, ya parece que lo estoy viendo bolear zapatos ajenos en la esquina, ni que tuviera tanta necesidad!
Y asunto arreglado, así imponía el orden mi madre en su casa y a mi se me frustraron las ansias de bolero.
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