Juan Noel Armenta López

¿Fueron tres caídas?. Quizás más. La cruz que le impusieron cargar pesaba mucho, pero no tanto como para vencerlo y no pararse de las caídas una y otra vez. Caía, una y otra vez, y se incorporaba con entereza una y otra vez. ¿Qué mal había hecho para ser tratado así?, ninguno. Los actos salvajes más crueles los ha hecho el hombre y no el animal. El hombre lastima, hiere, ofende, causa dolor y burla, porque su principal virtud es también su principal defecto: la inteligencia. Soportaba una y otra vez la vejación causada. Su ropa, su túnica, era ya una madeja de jirones que dejaban ver parte de su adolorido cuerpo. La piel de su espalda se tornaba rojo púrpura por la hinchazón de los golpes y la sangre derramada. Las sandalias que calzaba de piel de cabra, estaban ya desbaratadas por el sobrepeso de la insoportable cruz. La ceñida corona de espinas le punzaba la piel de la frente. Y el sudor copioso, bañaba su rostro sereno e inmutable. Los latigazos, dados con un coraje inentendible, golpeaban incesantes la humanidad y divinidad de Jesús, pero su alma no se doblegaba. Su fortaleza era llegar al fin para cumplir los designios de su padre. Morir por mandato de su progenitor le dolía más que la afrenta, pero le consolaba el pensamiento de morir para salvar a la humanidad. Tomó aire, llenó sus pulmones de aire muy cerca del polvo. Y mientras se incorporaba, su pelo largo le dio una fugaz sombra de consuelo frente al tormentoso sol. Se levantó pesadamente y prosiguió su camino, dispuesto a levantarse sin importar las caídas. El dolor, agudo, sostenido, no era suficiente para claudicar en sus propósitos. De lado a lado del camino, la gente se arremolinaba sintiendo el dolor ajeno. La muchedumbre quizás estaba ahí por curiosidad, por morbo o por estupidez. Más le herían las risas de algunas personas que lo rodeaban en el trayecto, que los golpes que le daban sus verdugos. Otros, los creyentes en él, guardaban silencio y compartían con lágrimas la pena y el dolor de aquel hombre cuya palabra alentaba a seguir con amor la permanencia en este mundo. Las piedras, cuál cómplices de los lapidarios, punzaban sus pies y los sangraban. Sereno y prudente perdonaba a todos aquellos que le negaban un trago de agua. Perdonaba a quienes habían amasado fortunas mediante el despojo y el trabajo de los pobres. Perdonaba, de igual manera, a quiénes siendo pecadores buscaban el perdón arrepentidos. La crueldad y el amor son condiciones humanas más allá de la voluntad, pregonaba. Pidió siempre la igualdad humana. Muchas veces levantó la mano para pedir el cese de represiones injustas. Defendió a desposeídos de la furia de falsos redentores. Se apiadó de los hambrientos, mitigó su sed, y junto a ellos buscó el alimento ante la gula de prominentes estómagos. Nunca justificó a quienes tomaban lo ajeno para tener, lo que en equidad, les había sido negado. Prodigó siempre la paz, la armonía, la libertad y la igualdad entre todos los seres humanos. En poco espacio, donde anduvo y predicó, le bastó para sembrar la semilla del amor. Su pensamiento, su palabra, y sus acciones, siempre fueron congruentes con su misión en esta tierra. En el discurso del monte, las bienaventuranzas, son un rico legado de fe y de enseñanza. La humildad demostrada en Getsemaní, invitaba a practicar la paz y a rechazar la violencia. ¿Por qué sufrir recordando a Jesús clavado en un madero, golpeado, o entregado su cuerpo a José de Arimatea y a su afligida madre, o golpeado en el viacrucis?. Porque esa enseñanza indudablemente nos tiene que llevar al arrepentimiento, y a suspender acciones bestiales. Por el dolor, quizás se engendre la compasión. Jesús, un viajero permanente en el tiempo, se fue y sigue con nosotros. Doy fe.