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—Si tuvieras la oportunidad de pedir un deseo, ¿cuál sería? — preguntó Aladdin al genio.

—Ser libre.

La libertad es un anhelo constante en la humanidad, pese a que hoy en día nuestras leyes decretan igualdad, aún hay muchas limitantes. El amor no es libre porque el matrimonio igualitario sigue siendo un derecho negado en distintas partes del mundo y nuestro país, no somos libres de disfrutar del entorno porque vivimos presos del miedo por la inseguridad. Pero, más allá del terror latente de una amenaza, también nos aprisionan los estereotipos, esos que recibimos desde pequeños en los cuales forjamos personalidades sin darnos cuenta.

En días recientes hablaba en casa sobre las costumbres machistas en las que la mujer debe ser encargada de todo lo relativo al hogar, de cómo estos roles han cambiado o se han perpetuado. Hay quien decía que las cosas no son como antes y brindaba un hermoso discurso de igualdad de género, de inmediato alguien señaló que creía en esos valores, pero al momento de aplicarlos era muy difícil dejar de lado la formación del hogar en la que durante años había visto a las mujeres atender a la familia y al padre ser el proveedor económico.

Estos estereotipos se trasladan a otros ámbitos, pequeñas expresiones como señalar que los tatuajes son para carceleros, llorar es de niñas, las niñas no juegan con carritos y los niños no lo hacen con muñecas, son el inicio de la percepción y actuar que quienes los reciben tendrán en un futuro. También influyen en ello los productos culturales, las figuras con las que desde temprana edad alguien podría identificarse, las historias antes de dormir.

Decirle a alguien que no debe llorar es reprimir emociones, es enseñarle que no está permitido demostrar lo que siente, lo anterior es tan grave como educar a alguien recordándole todo el tiempo que es hermosa porque con el tiempo considerará que ese es su único valor, quizás olvidando otras metas en las que requerirá de valentía, de saber que su voz puede ser escuchada sin importar el género.

En lo personal crecí con los cuentos clásicos en los que la princesa esperaba ser rescatada por el príncipe para finalmente poder casarse con él y vivir felices en el reino. Jugué con muñecas y preparé infinidad de veces la comidita. Sin embargo también me contaron historias reales de mujeres que transformaron el mundo con sus descubrimientos o de aquellas que colaboraron en momentos clave de la historia y de la misma forma se me permitía jugar con carros, muñecos de acción y otros elementos presentados en el hogar.

Hoy en día la industria que creó a las princesas en apuros, también está creando modelos de mujeres que se atreven a ir por sus sueños, que saben la valía de su conocimiento y buscan igualdad sin necesidad de sentirse superiores, no esperan ser rescatadas por nadie pero tampoco invierten los roles ahora demostrando superioridad sobre el género opuesto.

Aladdin es un ejemplo de ello, a través de la nueva versión del clásico de Disney vemos a una princesa con inteligencia que encuentra en el hombre a un igual, alguien que reconoce en ella su capacidad y quiere apoyarle en conseguir sus sueños. Historias como esta son las que debemos contar a las nuevas generaciones, donde los niños aprendan que se conoce a los otros por lo que son, no por lo que tienen. Que entiendan que las responsabilidades en el hogar son compartidas y sobre todo hemos de trabajar para que en un futuro tengan la oportunidad de ser libres.

Libres de elegir su futuro,  de poder gozar de un salario justo sin importar su género, libres de recorrer el mundo sin sentir que no pertenecen a él, libres de expresar sus emociones e ideas sin imponerlas ante quienes piensen diferente, libres de gozar de su cultura y decir con orgullo cuáles son sus raíces. Todo esto comienza desde casa, desde esas pequeñas frases que sin darnos cuenta repetimos, así que comencemos a forjar la libertad que para ellos anhelamos.