Antes de la Villa Rica de la Vera Cruz
Juan Noel Armenta López
¿Qué son aquellas grandes ostras que vienen caminando sobre las aguas del mar? Los pobladores de Quiahuixtlán se arremolinaban incrédulos en las faldas del Cerro de los Metates, señalando aquellas cosas raras que se acercaban. Alguien habló al oído del conquistador al ver, desde el mar, a tanta gente en el Cerro de Quiahuixtlán: ¡Fuera un error pelearse con ellos señor!, dijo la conseja. Posiblemente ahí nació la estratagema de la conquista para formar alianzas en vez de enfrentamientos. Quizás pudo ser así el primer contacto entre pobladores originales y conquistadores que venían de más allá del mar. En ese momento los rayos del sol estaban a plomo, verticales, rígidos y extrañados. El viento soplaba con violencia levantando arena y doblando follajes de matorrales cercanos. Ese día, desordenadas las vaporosas nubes, perdían la ruta del camino acostumbrado por la confusión del momento. Pudieron salir esas cosas de la boca misma del mar. Aquellas cáscaras grandes y flotantes se acercaban poco a poco al espejo del manantial de la arena. ¿Eran esas cosas lo que con palabras pronosticara aquél Dios, aquél profeta, aquél sabio que tanto había enseñado con su magia a la raza madre? Hombres blancos y barbados vendrán, había sentenciado Quetzalcóatl. Hombres blancos y barbados sin duda estaban llegando ese día. ¿Se cumplía aquél mito pronosticado? Pareciera que Quetzalcóatl sabía más cosas que una simple predestinación. Quetzalcóatl era uno de nosotros, pero no como nosotros. ¿Aquellas cosas que se acercaban cambiarían los tiempos, el tálamo, el juego de pelota, las tumbas recogedoras de almas? Las cuencas de los ojos de los pobladores originales no eran suficientes para comprender cosas tan insólitas como aquellas que se avistaban en la lejanía del mar. Esas cosas flotantes venían de muy lejos, quizás de más allá por donde hervían fulgurosos los brazos candentes del sol. La algarabía de las voces inundaba el cerro buscando una luz de entendimiento sobre aquellas misteriosas cosas que caminaban en el mar. ¿Eran dioses?, ¿eran almas que por malas no fueron recibidas para su descanso eterno en el inframundo de seres descarnados? Pareciera que las aguas del mar, abrieran intencionalmente sus virginales colores dando paso a maderas oscuras flotantes para que irrumpieran hasta los mismos pies del cerro sacro de Quiahuixtlán. Doce palmeras se apretujaban unas con otras sin quitar los ojos curiosos del mar. Ha pasado irremediablemente el tiempo tumbando estrepitosamente las hojas del calendario, y la Villa Rica de la Vera Cruz ahí está: eterna, perenne, inconmensurable, dando muestras de sus páginas escritas con letras imborrables para los recuerdos de la posteridad histórica. Ahí está esa piedra, cubierto su cuerpo por los mantos acuíferos del mar, pero mostrando como siempre un rostro sereno con envidiable orgullo. Ahí está la arqueología de Quiahuixtlán que con sus tumbas cuenta los tiempos de su pasado antes de la Villa Rica de la Vera Cruz. Ahí está ese nítido mar profundo y abierto, por donde vimos llegar aquéllas ostras flotantes que no las pudimos entender por desconocidas. Y los pobladores de Villa Rica, fieles a la riqueza de su pasado, dan cuenta de aquel suceso por donde se abrió el pórtico de la conquista intercalando razas diversas de la geografía universal. ¡Qué se oiga mi voz, que se escuche mi plegaria, que vaya el cenzontle de las 400 voces y difunda con la miel de su canto la verdadera historia de la Villa Rica de la Vera Cruz! Nunca podremos negar quienes somos. Gracias Zazil. Doy fe.