De la gran Hannah Arendt, aprendimos que los actores de acciones monstruosas pueden ser personas comunes y corrientes, simples burócratas que actúan órdenes o sujetos fanáticos. Vivimos ante la levedad del mal. En todo caso los ingredientes del odio tienen que ver con intolerancia al otro. «El odio es un intento por rechazar o eliminar aquello que nos genera disgusto; es decir, sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo». La realidad es que en nuestra sociedad conviven odios en forma de clases sociales, partidos políticos, homofobia, racismo, religiones, deportes, territorios, etc.. Las redes sociales son la vitrina donde el anonimato en general se da vuelo mostrando las miserias humanas y la propensión a jugar con la maldad extrema. Obviamente esa es una de las caras de las redes, también tiene mucho de positivo y virtudes.

Los fanáticos vuelven divinidad a sus causas, ideas y líderes. No razonan. Son partidarios de la exclusión y, en algunos casos, del exterminio del otro, del contrario, del que no es como ellos. Discriminar es absolutamente normal para un fanático, su creencia ciega y negación de la evidencia lo hacen masa dócil a lo que sea. Cuando el odio se vuelve colectivo, como lo hemos visto, estamos ante situaciones peligrosas. Hay varios tipos de fanatismo pero donde más sobresalen es en la política, las religiones y los deportes. Así vemos a mucha gente influida fuertemente por líderes carismáticos de la esfera pública, con quienes comparten hasta estilo de vida. Son creyentes laicos en esos casos, practicando una especie de religiosidad civil. No es peyorativo en absoluto afirmar que ese tipo de fenómenos existen en nuestro país. No surgieron apenas, son resultado de un proceso de largo camino. En el deporte, especialmente en el fútbol, en mucho como fenómeno de imitaciones y conducción empresarial, se dan auténticas guerras civiles, con choques violentos entre los seguidores de algunos equipos. Aparentemente son un odio y fanatismo leve, sin embargo ya hemos tenido hechos graves de sangre. En cuanto a las religiones tenemos varios fenómenos regionales de persecución e intolerancia, por ejemplo en Chiapas y Michoacán. Un caso de curioso y preocupante fanatismo se localiza en la denominada «Luz del Mundo», con evidente manipulación de sus seguidores por líderes que ostentan poder político y económico.

Debemos inquietarnos cuando se fomenta la intolerancia y el odio como recurso político, de manipulación demagógica. Es una forma ruin de ganar y ejercer el poder. Quienes proceden así pueden ser cualquier cosa pero menos demócratas. El caso de Donald Trump, es paradigmático del tipo de políticos que toman los atajos del discurso del odio para obtener popularidad fácil y rápida. Ya vimos que de las palabras de tono rojo se pasa directo a los hechos violentos. La verborrea agresiva mata. Es una irresponsabilidad mayor jugar con las descalificaciones hacia los otros, sean adversarios o no, reales o imaginarios. Quien descalifica puede deslizarse hacia la proyección demoníaca del sujeto de sus ataques. Quien descalifica también simplifica y confunde, muestra su talante y nivel de talento. Ahorrar el indispensable respeto a los otros es transgredir valores básicos de convivencia y lastimar su dignidad. Ya vimos que no es juego, al menos en los Estados Unidos. Hay que extraer inteligentes lecciones de las masacres gringas, guardando las proporciones. Desechar por principio las descalificaciones a los que no nos apoyan ni piensan como nosotros o yo. Verlos en su exacta dimensión humana y ciudadana. Por supuesto que la responsabilidad mayor le corresponde a los que tienen el poder pero la sociedad también debe poner de su parte. Vamos de gane si superamos la demagogia política y practicamos la absoluta tolerancia en la convivencia entre la ciudadanía.

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