Juan Noel Armenta López
Eran varios hombres montados a caballo. Pasaron por el pueblo del Tinajero ya casi al despuntar la madrugada. En la noche llovió mucho porque dicen que había un huracancillo en la sierra. Pudimos ver unas figuras recortadas en la oscuridad debido al movimiento de los cuerpos. Llevaban puestas sus mangas de hule que cubrían al jinete y parte del caballo. Tuvieron que pasar por el pueblo porque el camino cruzaba por el caserío. Quince casas componían al pueblo del Tinajero. Todos los habitantes: hombres, mujeres y niños, trabajaban en el campo. Uno de los caballos de atrás del contingente resoplaba con fuerza y sacudía la cabeza tal vez de hastío o de cansancio. Se podían oír las herraduras de los caballos golpeando sobre las chipotudas piedras de la calzada. En tramos del camino se perdía el sonido de los cascos porque parte de la calzada ya estaba destruida y sólo había tierra y lodo. Aparentemente el pueblo a esa hora se veía sin vida, pero la realidad era otra. La gente estaba despierta pero aterrada por la presencia de los fuereños. Los pobladores tenían buena vista y oídos de “tísicos” debido a la agudeza con que estaban acostumbrados a vivir en la pureza del campo. Eran capaces de ver figuras y oír ruidos imperceptibles para otros en la inmensa oscuridad de la noche. Sentían, olían, oían y veían a una víbora a lo lejos para prevenirse de su ataque. Por eso, eran capaces de distinguir esa gente a caballo que invadía su virginal territorio. Doña Agustina Brandi, era una mujer que tenía los sentidos más agudos que cualquiera de los pobladores. Mamá Agustina es muy chismosa, decían sus hijos a boca de jarro. Y doña Agustina se asomó discretamente por aquella rendija grande por donde cada noche espiaba el romance de su comadre Tina con el vaquero de los Ruiz. Eso sí, mamá Agustina guardó las debidas precauciones, no fuera que un menso pistolero se atreviera a dispararle. De repente despertó Federico, el esposo de doña Agustina. Federico se extrañó verla tirada en el suelo de tierra alisado con ceniza y pintado de congo rojo mirando por la rendija. ¿Qué haces ahí tirada de panza en el suelo?, le dijo su marido a doña Agustina. ¡Cállate!, mientras yo cuido a la familia, tú duermes plácidamente como un cerdo capón. Los hombres aquellos permanecían cerca de la cueva de la Mejorana al pie de la montaña discutiendo a gritos. La boruca despertó a las gallinas y a los perros, los que empezaron a hacer bulla como si fuera tiempo de levantarse. Hasta Sebastián, el armadillo, que era tan paciente, salió de su madriguera con malas caras y se fue a refugiar allá por los viejos escalones. De repente se quedaron todos callados y hasta se podía oír el briznar de la noche. Sin duda algo grande estaba por ocurrir. Luego se oyeron unos disparos de arma de fuego, unos gritos, y el galopar de los caballos. Se vio hasta la lumbre de los fogonazos de las pistolas. La noche fue rasgada por la intolerancia y la violencia. Federico, el esposo de mamá Agustina, se dio vuelta en el catre de yute y tijera, al tiempo que le decía a su mujer que ya se acostara. Y llegó hasta nosotros el olor de pólvora quemada y el olor a lomo de bestia sudada. Huele a floripondio podrido, dijo Federico masticando sus palabras. En ese lugar mataron a Cástulo Villa por quitarle un cofre de dinero. Amaneciendo fuimos al lugar y encontramos tres cuerpos tendidos y bien muertos con esas balas puntiagudas de máusser. Había también un hoyo grande de donde posiblemente sacaron ese cofre con monedas de oro que tanto buscaban. Y siguió la vida en el pueblo del Tinajero, total una raya más al tigre. Gracias Zazil. Doy fe.