ESCRITURAS CITADINAS
Bocadillos de la memoria para completar septiembre
Cecilia Kühne

Un mes para recordar que la Divina Greta Garbo tendría 114 años, que nació en Veracruz Jorge Cuesta y murió Pablo Neruda en Chile

1. El divino poder de la belleza
“Sólo quiero estar sola”, fue la frase más famosa de Greta Garbo y su mejor respuesta ante las preguntas tontas. Le decían la Divina y también La Mujer que no Ríe, debido al rictus serio de su rostro, a su inmóvil belleza, tan pura y fría como la de una porcelana. Sería por eso que la memorable escena donde Ninotchka —su personaje de la película del mismo nombre— suelta sorpresivamente una carcajada, hizo correr ríos de tinta en los periódicos. La noticia, la de ocho, los titulares, nada más dijeron “La Garbo ríe”. Nacida en 1905, hubiera cumplido 114 años apenas el día 11 de este mes y no hubiera podido soportarlo.

Sin explicaciones, en la cúspide de su fama, rodeada de leyendas de amores equívocos con hombres y mujeres, decidió retirarse a los 35 años. No protestaba contra Hollywood, no respondía a ninguna decepción profesional. Simplemente quiso escapar, aislarse, abandonar al mundo y desaparecer. Mucho tiempo después se supo que no soportaba la idea de envejecer de cara al público.

Nacida en Estocolmo en 1905 con el nombre de Greta Lovisa Gustafsson, la Garbo nació en la pobreza, se quedó huérfana y tuvo que abandonar la escuela a los 14 años. Comenzó trabajando como enjabonadora en una barbería y luego como dependienta en una sombrerería. La misma tienda la contrató como modelo para hacer fotografías para publicarse en los periódicos. Luego vino un cortometraje publicitario que provocó que Eric Petscher, novel director, le ofreciera el corto papel de una bañista en la película Luffar-Petter, (El loco Pedro). Fue su primera cinta, era 1920. Cinco años después ya se llamaba Greta Garbo, había filmado tres películas, vivía en Estados Unidos y ya era una estrella.

Los éxitos se sucedieron sin descanso y su belleza clásica y actitud altiva la convirtieron en un ícono cuyo irresistible atractivo sedujo tanto a hombres como a mujeres. La Divina impuso moda: todas le copiaron los pantalones, las cejas depiladas, el cabello corto y la tez blanquísima. Cuando llegó el sonido a las pantallas, la Garbo continuó causando sensación: su primer parlamento, con marcado acento nórdico y voz ronca y sensual fue pidiendo un vaso de whisky en la película Anna Christie (1930). Las mujeres, por supuesto, comenzaron también a beber whisky y a fingir que tenían la voz más ronca.

Retraída y solitaria, dicen que la Garbo todos los días daba un corto paseo por las calles del Upper East Side neoyorquino, siempre escondida tras enormes lentes oscuros y un gran sombrero de ala ancha. Y otros agregan que lo hacía por soberbia, con la egoísta determinación de mantener su mito intacto. Quizá no estaba avergonzada de sí misma y quería evitar la decepción del público. A lo mejor sabía que la belleza no hace feliz al que la posee, sino a quien puede amarla y contemplarla. Y seguro, todavía escondida, murió convencida de ello.

2. El más triste de los alquimistas
Hace más de un mes que se cumplió el triste aniversario de la muerte de Jorge Cuesta. Y sobre él escribió lo siguiente Cristopher Domínguez: “Ningún escritor mexicano tuvo una muerte tan atroz (autocastración y suicidio) y ninguno recibió de la posteridad una reparación tan cumplida; 20 años después de su muerte, acaecida un 13 de agosto en el manicomio del doctor Lavista en Tlalpan, comenzó la recuperación de los papeles de un poeta y crítico que nunca publicó un libro en vida”. Por ello hay que recordarlo hoy, que es día de su cumpleaños y celebrar su genio escribiendo y con palabras.

De padre mexicano y madre francesa, Cuesta nació en Córdoba, Veracruz, en 1903. Vivió solamente 38 años, pero dejó una obra valiosa y compleja que abarcó poesía y ensayo. Estudió en la Escuela Nacional Preparatoria y ahí conoció a Gilberto Owen y a los demás poetas del grupo Contemporáneos. Sin embargo, siempre tocado por los caracoleos íntimos de la materia, estudió en la universidad Ingeniería Química, profesión que ejerció siempre de manera paralela a la literatura, o mejor, como la secreta base del entramado de muchos de sus versos.

En 1926 conoció a Lupe Marín y sucumbió ante el hechizo de una atracción brutal e instantánea y, quizá impelido por tan pasional aliento publicó la Antología de la poesía mexicana moderna —muy elogiada y reprochada por incluir a jóvenes talentos—. En 1928 se casó con ella, pero el matrimonio duró sólo hasta 1932. Sin embargo, su carrera como escritor iba ascendiendo y parecía no detenerse: colaboraba en la revista Contemporáneos y no tardaría en fundar su revista Examen. Su participación en la crítica de la ideología nacionalista que se debatía entonces en el país y su aportación a la cultura se volvieron imprescindibles. Cuesta se convirtió en la conciencia crítica de aquella generación, cuyos mejores lectores e imanes más opuestos fueron ellos mismos.

Sin embargo, Cuesta, como escritor, tenía un aliento científico que superponía a todo lo literario y a pesar de que se autonombraba, como el verso de Baudelaire, “el más triste de los alquimistas”, muchos lo consideraban un “ingeniero de poesía”.

En tal género y sentido, su poema de más notable construcción fue “Canto a un dios mineral”, que se publicó por primera vez en Letras de México, en septiembre de 1942, un mes después de que se quitara la vida. Entre sus ensayos, el de más impacto fue, sin duda, El diablo en la poesía, donde Cuesta plantea el vínculo entre las ideas de poesía y revolución, diciendo que son opuestas a lo natural, la tradición y la costumbre. En él identifica la belleza con la fascinación y el pecado con la tentación y lo maligno. Se inspira en André Gidé y lo cita: “No hay obra de arte sin colaboración del demonio”. Pero no hay que equivocarse: no fue el demonio quien guiaba la mano de Cuesta para arrancarse la vida aquella tarde de agosto, ni tampoco el que dirigió sus versos y palabras. Al contrario. Algo divino había todo en ello.

3. Ni callado, ni ausente
Pablo Neruda, pseudónimo de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, fue un poeta chileno considerado por Gabriel García Márquez como “el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma”. Hijo de un ferroviario, quedó huérfano de madre cuando sólo había vivido un mes y comenzó a escribir poesía desde muy joven. Su primer libro, cuyos gastos sufragó el mismo con la colaboración de amigos como Gabriela Mistral, fue Crepusculario del año 1923. Al año siguiente, sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada se convirtió en un éxito de ventas y de público y lo situó como uno de los poetas más populares de Latinoamérica. De ideas políticas de izquierda, fue miembro del Partido Comunista chileno y en 1971 recibió el Premio Nobel de Literatura. Poco después del golpe de Estado en Chile, justo un día como hoy el 23 de septiembre de 1973 se lo llevó la muerte. Pero ausente no está. Todavía sabemos de memoria sus poemas y los repetimos en voz alta.

Tomado de El Economista