Llegó aquel viajero al pueblo del Tinacate. Pasó el viajero por varias calles del pueblo. Las calles estaban vacías. Un viento helado bajaba intrépido de la montaña. El viajero arropó su cuerpo ajustando la chamarra. Esa soledad tétrica que se veía en el pueblo y el frío nebuloso que bajaba por la cordillera, le dieron miedo al viajero. No había personas a quien preguntarles como llegar al otro poblado. Era muy extraño que a esa hora, en el pueblo del Tinacate, no hubiese habitantes que fueran y vinieran dando vida al lugar. Ni una sola alma se asomaba por alguna ventana. No había ni un niño que contagiara el sonido de su alegre risa por alguna de las calles. Quieto, todo quieto, sin duda un pueblo fantasmal, de muerte, un pueblo sin vida. Pensó el viajero que tal vez una catástrofe había hecho huir a los habitantes. Eran los años treinta, la peste negra había arrasado con pueblos enteros pudriendo la carne de muchas personas. Tal vez algo parecido había pasado en el pueblo del Tinacate. A lo lejos, el viajero vio a una persona que, apoyada en un bastón, caminaba con dificultad. Caminaba aquel aparecido como si sus ojos no vieran la luz del día. Presuroso el viajero corrió a su encuentro. Era la oportunidad de preguntar por donde salir del pueblo y proseguir el camino. Pero entonces el viajero, con asombro, se dio cuenta al acercarse que esa persona tenía el rostro borrado: no tenía ojos, no tenía boca, no tenía oídos. Y le dio miedo al viajero hablar con esa persona que no tenía rostro, que tenía el rostro borrado. En eso, el viajero vio a otra persona que se acercaba por el lado contrario al que caminaba el hombre sin rostro. Y cuando el viajero vio que esa persona se acercaba, le vio también el rostro borrado. Espantado el viajero, tampoco pudo preguntarle nada a ese segundo hombre que también tenía borrado el rostro. De repente, el viajero vio a un tercer hombre que se acercaba, y se puso contento. Pero vio con decepción el viajero que también el tercer hombre tenía el rostro borrado. Y ahí fue cuando el viajero se dio cuenta que el pueblo del Tinacate era raro, porque toda la gente tenía el rostro borrado. Y el viajero logró salir de ese pueblo hasta donde estaban los matorrales verdes, fuera de esa pesadilla impactante que acababa de vivir. Caminó el viajero, y caminó, y solo llevaba en su pensamiento alejarse de ese pueblo cuyos habitantes no tenían rostro. Llegó el viajero al otro pueblo, y platicó a la gente sobre ese extraño pueblo de personas sin rostro. Todos los habitantes del Tinacate no tienen rostro, les dijo el viajero. Eso es imposible, replicó el patriarca más anciano, no hay un pueblo donde toda la gente tenga el rostro borrado. El domingo, cuando pasaste, eran las doce del día seguramente, dijo el anciano sabio. Si, dijo el viajero, ¿cómo lo sabe? Ese día domingo, a esa hora, el pueblo del Tinacate entero asiste a orar, lo hacen totalmente callados poniendo sus pensamientos en orden para proseguir la vida. Frotan las palmas de sus manos y las ponen en su rostro para sentir la energía que fluye por las estrías de su piel, por eso no hay gente en el pueblo, todos van a orar, y las personas que viste con el rostro borrado son los danzantes que cuidan las calles vacías mientras el pueblo ora, los danzantes untan su cara con cera de cajón para cumplir la misión sin mostrar el rostro. Y concluyó el sabio anciano con una moraleja: por unos cuantos, no se puede juzgar a todo un pueblo. Gracias Zazil. Doy fe.