Para Carlos Lorenzo Yerena Cerdán,
donde quiera que esté,
nosotros aquí seguimos leyendo su libro.
“Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte
que no nos mata a nosotros sino a los que amamos”.
Carlos Fuentes
“Yo comparto el Premio Cervantes, en primer lugar, con mi patria, México, patria de mi sangre pero también de mi imaginación, a menudo conflictiva, a menudo contradictoria, pero siempre apasionada. México es mi herencia, pero no mi indiferencia; la cultura que nos da sentido y continuidad a los mexicanos es algo que yo he querido merecer todos los días, en tensión y no en reposo. Mi primer pasaporte –el de ciudadano de México– he debido ganarlo, no con el pesimismo del silencio, sino con el optimismo de la crítica. No he tenido más armas para hacerlo que las del escritor: la imaginación y el lenguaje. Son éstos los sellos de mi segundo pasaporte, el que me lleva a compartir este premio con los escritores que piensan y escriben en español. La cultura literaria de mi país es incomprensible fuera del universo lingüístico que nos une a peruanos y venezolanos, argentinos y puertorriqueños, españoles y mexicanos”. Así habló Carlos Fuentes hace 32 años, cuando recibió “el premio de premios”, como él mismo definió al Cervantes, quien murió un mes de mayo de hace cuatro años. “Compañera final e inevitable”, le llamó Carlos Fuentes a la muerte en esa suerte de autobiografía literaria que, con la gran sabiduría y convicción que caracterizó a su pensamiento, tituló En esto creo. Aunque sostenía que los escritores siempre dicen que escriben para vivir, él escribía para no morir. Y aquel 15 de mayo de 2012 no murió: nació, con esa vasta y enriquecedora obra de esa vastedad de géneros e infinitos temas. “Sabemos que un día vendrá, pero no sabemos lo que es –escribió de “la chingada”, como le decía a la muerte porque es la que nos lleva–. La esperamos con grados diferentes de aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de arrepentimiento. Hacemos el balance de nuestra vida, pero sabemos que el verdadero fiscal es la muerte y que su veredicto lo conocemos de antemano”. Pero a la palabra no la vence, no la mata, sostenía, y así lo dejó plasmado En esto creo: “El pensamiento no muere. Sólo mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un tiempo reaparece en otro. El espíritu no muere. Se traslada. Se duplica. A veces suple, e incluso, suplica. Desaparece, se le cree muerto. Reaparece. En verdad, el espíritu se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin embargo, no hay palabra que no venza a la muerte porque no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación. La palabra lucha contra la muerte porque es inseparable de la muerte, la hurta, la anuncia… No hay palabra que no sea portadora de una inminente resurrección”. Otra inmortal es la lengua, sostenía: “Puede discutirse el grado en el que un conjunto de tradiciones religiosas, morales y eróticas, o de situaciones políticas, económicas y sociales, nos unen o nos separan; pero el terreno común de nuestros encuentros y desencuentros, la liga más fuerte de nuestra comunidad probable, es la lengua –el instrumento, dijo una vez William Butler Yeats, de nuestro debate con los demás–, que es retórica, pero también del debate con nosotros mismos, que es poesía”. Carlos Fuentes, considerado como “el joven sabio”, mantuvo hasta el día de su muerte un rito para escribir: todos los días se levantaba a temprana hora y escribía siempre a mano, con pluma y en un cuaderno de hojas grandes (“Me pregunto si la palabra requiere algo más”). En una escribía de corrido y la otra la dejaba en blanco para las anotaciones: “Escribo en la derecha y en la izquierda corrijo, como debe suceder en la política”, decía. En una conferencia magistral ofrecida hace tiempo en Santiago de Chile, donde inició un periplo festivo por países de América Latina en ocasión de su ingreso al club de los octogenarios y para platicar con sus lectores, el autor de La región más transparente reveló su proceso de creador. Aseguró que “no existen pretextos para no escribir” y afirmó que él escribía donde sea: “En un avión, en una playa o en un taxi”, pero eso sí, “siempre con pluma”. Narró que había conocido a demasiados escritores que decían: ‘Espero que me llegue la inspiración’. En cambio, él se levantaba a las seis de la mañana, se ponía a escribir y a las doce ya tenía, “buenas o malas”, tres o cuatro cuartillas escritas: “En la noche me siento y escribo en un papel sobre lo que voy a escribir al día siguiente; me duermo, me levanto, me pongo a escribir y me sale algo completamente distinto, en lo que ni siquiera había pensado”, contó, y confesó entonces también que le gustaba ofrecer conferencias porque “es un diálogo con los lectores, una manera de estar en contacto con el público, aparte de escribir libros”. Reveló: “Me siento atraído por la aventura de un misterio inicial: ¿para quién escribo?, o por el onanismo de una justificación de soledad”. Y es que escribir, sostenía, “es una labor muy solitaria y a veces hay que romper esa soledad. Es parte de la economía vital de un escritor, tener un equilibrio entre muchos meses de soledad creativa y un par de meses de comunicación con el mundo”. Sin embargo, el autor de La muerte de Artemio Cruz, novela cimera sobre la Revolución Mexicana que recién cumplió medio siglo de su publicación, reveló entonces que no le gustaba dar detalles de las historias en las que estaba trabajando: “Hay que ser muy cauto, ya que de lo que se habla no se escribe –dijo–. He oído a tantos escritores decir estoy escribiendo tal novela, es formidable, voy a la mitad, y nunca veo la novela”. Con relación a los primeros tomos de sus Obra reunida que publicó entonces el Fondo de Cultura Económica, Fuentes comentó: “Ya están levantándome una pira fúnebre, pero yo pienso escribir mucho más”. Sobre el estado de salud actual de la literatura, criticó “la gran agresión de los medios de comunicación y la publicidad, que condenan, una vez más a muerte, a la novela”, a la que defendió como “un reducto de la imaginación, de la palabra libre”, y lamentó “una especie de concentración nacional” de los editores, que provoca una situación en la que nos conocemos mucho menos entre nosotros, porque los libros no llegan: “Es increíble que en el mundo de la comunicación instantánea los libros no lleguen. Es una contradicción vivir en un mundo al que se llama globalizado y luego tener en la literatura compartimentos estancos, donde las cosas no circulan con la amplitud que deberían”, sostuvo. Reconoció, sin embargo que, en un sentido más literario, “los compartimentos nacionales un poco se han caído, podemos hablar de literatura hispanoamericana o iberoamericana porque se ha abolido el Atlántico. Hay una corriente doble que va del Caribe y el Atlántico hasta el Mediterráneo, somos parte de la misma constelación de escritores porque somos parte de la misma lengua”, precisó. Y el autor de Cambio de piel también habló de política, un tema que domina con elocuencia pero desde los burladeros de la escritura: de su querida América Latina señaló que será la literatura la que logre sacarla de su postración, “en la que decir democracia equivalga a bienestar y en la que se superen las vastas desigualdades que hoy destruyen nuestra convivencia y envenenan nuestras opciones. La literatura es parte de ese vasto capital humano que hay en América, es la maravillosa reserva de un metal que al usarse jamás se gasta”. Y en un acto inusitado, Carlos Fuentes también habló entonces de su vida íntima y recordó a sus hijos: contó que Cecilia, la mayor, le ayudaba en su trabajo, mientras que a Natasha la definió como a una joven que “murió a los 29 años de una vida impaciente, curiosa de saber, apresurada, privada de un solo golpe, inquieta”. A ella en particular, explicó, la recordaba siempre graciosa, “corriendo por mi estudio y anunciándole a una de sus amiguitas: éste es mi papá: tiene 100 años de edad”. De igual manera se refirió a su otro hijo fallecido, Carlos, “quien intentó la armonía de su vida y su vocación de poeta, cineasta y pintor, y desde la niñez se supo hemofílico”. A su hijo y a su tío del mismo nombre los definió como sus dos sostenes: “Acaso los dos protagonistas más familiares de mis sueños, al grado de que al despertar y ponerme a escribir ya no sé si lo que escribo me pertenece a mí o me lo dictan ellos. Los dos son mis tocayos de vidas truncas que convierten mi mera existencia en un obsceno milagro, que no sabría pagar si no fuese por la gracia del amor de mi esposa Silvia”. Y es que como él mismo sostenía: “En la vida, como en la literatura, nada está escrito en mármol”. Y tal como escribió sobre la muerte En esto creo: “Permanece, sin embargo, el hecho de que, precedidos o sucedidos, olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros solos. Quizá no morimos del todo para el pasado, pero ciertamente, morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismo ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante, nosotros mismo seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida. Pero la muerte es el tiempo sin horas”. Y se preguntaba: “¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad?”. Sí, decimos nosotros ahora, un día después, porque como él mismo lo predijo aquel 23 de abril de hace 29 años en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares al recibir el Premio Cervantes: “La información moderna, el privilegio pero también la carga de la mirada plural, nacen en el momento en que Sancho le dice a Don Quijote lo que el bachiller Sansón Carrasco le dijo a Sancho: estamos siendo escritos. Estamos siendo leídos. Estamos siendo vistos. Carecemos de impunidad, pero también de soledad. Nos rodea la mirada del otro. Somos un proyecto del otro. No hemos terminado nuestra aventura. No la terminaremos mientras seamos objeto de la lectura, de la imaginación, acaso del deseo de los demás. No moriremos mientras exista un lector que abra nuestro libro”.