“Lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”, escribió Borges en uno de los 17 cuentos de su obra fundamental El Aleph. Lejos estaba el gran escritor argentino de saberse él mismo, en 1949, un inmortal, como ahora lo es junto a toda su obra. Siempre será recordado por sus cuentos, su poesía y sus ensayos que honran la literatura e iluminan nuestra imaginación. Por la efeméride de su nacimiento o su muerte, siempre será rememorado y referido. Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo nació el 24 de agosto de 1899. En 1977 escribió el cuento Veinticinco de agosto de 1983, en el que el propio escritor se soñaba a sí mismo suicidándose el día de su cumpleaños 84: de ahí el título. El tiempo pasó y en 1983, a medida que se acercaba la fecha de su cumpleaños, mucha gente se preocupó por el posible traslado de la ficción a la realidad. El escritor comentó entonces: “¿Qué hago? ¿Me comporto como un caballero y convierto en realidad la ficción para no defraudar a esa gente o me hago el distraído y dejo pasar las cosas?”. Se hizo el distraído y murió tres años después en Ginebra, un 14 de junio de de hace treinta años. ¿Pero qué más pudo ser aquel viernes que Borges vio la primera luz en Buenos Aires? Un sable en el desierto, el aljibe, una vieja casa, el silbido de un trasnochador… Cualquiera de esas cosas pudo haber sido al nacer. O quizá un laberinto, un tigre, un cuchillo o un espejo, símbolos todos a los que se prometía renunciar cada vez que, ya hombre, se sentaba a escribir o, ya ciego, a dictar. Pero todos esos símbolos eran cada vez más fuertes que su voluntad y de golpe aparecían el laberinto con sus caminos que son uno solo y cuyo único destino es la desesperación, un tigre fiero y manso que cruza la página, el brillo de un cuchillo que deslumbra desde un rincón oscuro de la vieja casona o un espejo que refleja la imagen hasta la abominación de uno de los heresiareas que odiaba, junto con la cópula, porque ambos, decía, multiplican el número de los hombres, pero eran sin embargo una especie de mal necesario –los espejos, no así la cópula ni los hombres– que en una ocasión le permitieron el descubrimiento de Uqbar en unas misteriosas páginas adicionales de un tomo de las enciclopedias que inventaba y de donde extraía sus historias. El escritor escribió (“¿Cómo no voy a escribir? ¿Qué otra cosa podría hacer, ciego desde hace tantos años? Si me dedicara a abrir y cerrar puertas sería todo ridículo. Si me dedicara a la política sería aún más absurdo”) evitando caer en lo que él mismo creía un vicio: la idea de que todo adjetivo tiene que ser sorprendente y toda metáfora, nueva. Pero en sus mundos, él, antagonista de la literatura comprometida para no permitir que sus opiniones interfirieran en su obra, cuando escribía vivía en una especie de sueño, porque deseaba ser consciente con su propio sueño, no con una realidad cambiante. Y en sus opiniones resaltaban sus frases de poética belleza y contenido profundo: “La cultura es una suerte de amistoso escepticismo que permite la hospitalidad a las ideas al no permitirnos suponer que se saben con certidumbre las cosas”. O aún comentarios singulares: “Un buen lector es aquel que tergiversa y enriquece los textos”. Inclusive los sorprendentes: “He leído muy poco” y “mi español no me gusta”. O bien conceptos que parecen resumir su propia vida: “Tengo la impresión de que nunca he salido de mi biblioteca y de mis libros” o “¡No! ¿Memoria?…. Pero si yo tengo muy poca memoria. Y además, he leído muy poco… bueno, he releído mucho lo poco que he leído”. Escribía pues a partir de sus nostálgicos recuerdos de un mundo mejor que éste, porque cuando uno piensa en el pasado lo hace, sobre todo, en términos mitológicos, legendarios: “¿Cómo fueron realmente las cosas? No lo sé, a medida que se cuentan, van mejorando”, decía. O el testimonio que dejó contra los compadecidos de su ceguera en el poema Los dones: Nadie rebaje a lágrima o reproche / Esta declaración de la maestría / De Dios, que con magnífica ironía / Me dio a la vez los libros y la noche. Pero el temeroso de los espejos “que reflejan vanidad y por eso alarman”, a quien se ha definido como tejedor maravilloso de consonantes y vocales, sensible inventor de gente, ciudades y mágico alquimista en el que conviven lo cotidiano y lo fantástico, ese erudito autor que consideraba a la lectura como “actividad más resignada, más civil, más intelectual que escribir”, aprovechaba las penumbras de sus ojos para eludir hablar de política y de autores con los que discrepaba. Y, claro, de la ausencia del Nobel. Pero así creó esa rica herencia que nos legó. Y el Nobel se lo perdió, como dijo Mario Vargas Llosa en sus primeras reacciones al enterarse de que había sido elegido para el máximo galardón de las letras: “Me da un poco de vergüenza recibir yo el Premio Nobel, no habiéndolo recibido Borges. Creo que es una ausencia que ha sido muy justamente criticada. También la Academia Sueca se equivoca a veces”, dijo el autor de El sueño del Celta. “Para siempre el Nobel será el premio que se deslució al ignorar a Borges”, declaró a Dpa el estudioso y testigo de la literatura latinoamericana contemporánea Julio Ortega, quien en ocasión de los 25 años de la muerte del autor de Historia universal de la infamia, dijo: “He sido, lo puedo contar ahora que dejé de serlo, uno de los críticos consultados por el premio. Y aunque el acuerdo era generalizado a favor de Borges, una y otra vez le fue denegado. Pero más ha perdido el Nobel que Borges”. El analista peruano ha sostenido que las razones para que Borges se quedara sin el galardón de la Academia Sueca fueron triviales: “Porque habían premiado recientemente a otros escritores de lengua española, porque Borges había recibido una medalla de Pinochet, porque para algunos lectores Borges seguía siendo más europeo que latinoamericano, porque la diplomacia argentina ha solido ser muy poco borgiana, y, no hay que descartarlo, por mera ignorancia”. Borges perdió el Nobel al aceptar una condecoración del dictador chileno y por el discurso que entonces pronunció, a decir del también escritor argentino Pablo de Santis y quien citó la frase que Borges dijo en esa oportunidad: “Prefiero la clara espada a la furtiva dinamita”. Sin embargo, para el ganador del Premio Planeta 2007 por su novela El enigma de París, Borges sigue incólume: “Le quitó más prestigio al premio que a Borges. La fama de Borges está fundada en dos géneros casi olvidados por el siglo XX: el cuento y el ensayo breve. Si su obra alcanzó trascendencia sin haber escrito novelas, bien podía tenerla sin haber ganado el Nobel”. El también Nobel Gabriel García Márquez escribió sobre la infructuosa espera del asiduo candidato: “Borges es el escritor de más altos méritos artísticos en lengua castellana, y no pueden pretender que le excluyan, sólo por piedad, de los pronósticos anuales. Lo malo es que el resultado final no depende del derecho propio del candidato, y ni siquiera de la justicia de los dioses, sino de la voluntad inescrutable de los miembros de la Academia Sueca”. Cada año, cuando cunado se anunciaba al ganador del Nobel y no era para él, Borges recibía la noticia con una sonrisa y con una broma: “Está bien que no me lo den; no me lo merezco. Pero eso hace que muchos se sientan culpables y me otorguen otros premios”, contó quien fuera su secretario particular, Roberto Alifano, y para su biógrafo Alejandro Vaccaro, Borges obtuvo todas las distinciones posibles a excepción del Nobel: “Las razones por las cuales no le concedieron el Nobel son sin dudas de orden político. Fue candidato durante 25 años y en ese lapso lo obtuvieron muchos escritores notablemente inferiores a Borges desde el punto de vista literario. Esa negativa constante ha desprestigiado el premio”. Y Borges, con el gran humor que lo caracterizaba y que supo plasmar en la obra que lo volvió inmortal, solía decir: “Yo siempre seré el futuro Premio Nobel. Debe ser una tradición escandinava”. En una de sus últimas entrevistas poco antes de su muerte, dijo: “Como ser humano soy una especie de antología de contradicciones y errores. Pero tengo sentido ético. En fin, no espero ni castigos ni recompensas. El cielo y el infierno me quedan grandes”. ¿Lo espera el purgatorio entonces?, le preguntó el entrevistador, y el autor de Utopía de un hombre que está cansado respondió: “No, ninguna de las tres cosas. Espero desaparecer definitivamente. Y espero además no ser recordado. ¿De qué me sirve morir si van a seguir pensando en mí?”.