Mi madre, que era una mujer con estudios muy elementales pero de un gran corazón guerrero, solía decir, como lo decían las mamás de antes -6 de febrero de 1917-, “nada se hace sin la voluntad de Dios”. Y esa sentencia popular que decían muchas madres buenas para las que sus familias –como a la mía- estaban por encima de todas las cosas-, a no querer, me marcó para siempre a pesar de mi conciencia cien por ciento laica, y de mis convicciones como materialista dialéctico que soy (científico social), todavía más en contradicción del lema de mi Alma Máter, que es una escuela jesuita, que reza así: “La verdad nos hará libres”.

 

Y es que, como ustedes saben, el principio fundacional de la metodología de las ciencias –válgase la redundancia- es la búsqueda de la verdad sustentada en la evidencia empírica, que es uno de sus enfoques centrales. A este micro mundo, por si fuera poco, además había que añadirle el juarismo redoblado de mi padre, juarista sí, pero con una fe y culto en su fuero interno que practicaba muy a su manera. Por ejemplo, cosa que ya he dicho en otras entregas, todos los días se santiguaba antes de salir de la casa, pero bueno, así era mi padre.

 

Para terminar con este breve proemio, diré que la clase de metodología de las ciencias en la universidad me la dio un sacerdote jesuita (Chuy García), que hasta un libro tenía de la especialidad, pero que además daba muy bien, era una cátedra. Y todo este rollo introductorio viene a colación por el momento tan terrible que estamos viviendo con esta maldita pandemia que ha ocasionado el COVID-19. Se los confieso acá en corto, dicho esto con mucha seriedad, no sé a qué atenerme más, si a la fe o a la ciencia, quedándome claro que el coronavirus, como expresó hace unos días el teólogo español José Granados: “(…) las causas, los efectos y la respuesta al coronavirus es competencia de los científicos. La fe, es un don que Dios –en el caso de los católicos Jesús- ofrenda a quien la pide”.

 

En el mismo periódico español, el ABC, se enunciaba algo que solía decir la filósofa política Hanna Arendt,  “las crisis nos obligan a volver a las preguntas”. Por más que quiera el que esto escribe, existe un nexo entre mi visión de la realidad tal cual es y mi conciencia como persona. Mentiría si les dijera que no he reflexionado y preguntado por el sentido de la vida, y en esta introspección, necesariamente, al menos en mi caso, se entrecruza la figura, presencia o llámenle como quieran de Dios.  Es, quizá, el último horizonte de respuesta cuando me pregunto por qué nos está ocurriendo este azote -¿prueba?-. Un amigo muy querido, cuando estábamos en la prepa, solía decir entre las muchas ideas “locas” que a veces expresaba en aquellos lejanos años, que los pueblos para que fueran grandes necesariamente tenían que pasar en su historia por una etapa de sufrimiento, y siempre ponía de ejemplo a la Alemania del siglo pasado, que fue la gran derrotada en las dos guerras mundiales.

 

No sé, pero el sufrimiento que están viviendo los italianos en esta terrible crisis de salud pública, en donde según las noticias que nos llegan, están optando por desconectar de los respiradores a los ancianos para procurar a las personas más jóvenes y, por lo tanto, con mayores probabilidades de salvarse en razón de su mayor fortaleza y vitalidad. Me parece una decisión muy cruel, pero la entiendo, a veces la ciencia médica, como estos casos, se tiene que plantear estos dilemas. Ojalá que el que crea genuinamente viva para siempre (Juan 11:25), lo digo con lo más grande y profundo de mi fe.

 

gama_300@nullhotmail.com  @marcogonzalezga