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No todas las noches son iguales. Esta es un caso inédito por su espesa negrura. Luego luego sientes el palpitar de la tragedia al irte adentrando en su regazo. Caminamos rumbo a la sierra y el delgado haz de luz de la lámpara de mano penetra como un puñal en la oscurana. Le va descubriendo al avanzar junto a nuestros pasos lo que su entraña guarda; aquí una enorme piedra. Allá la silenciosa carrera de una liebre; más al fondo como sorprendido en su anonimato la silueta vertical de un pino. Al compás de nuestro caminar el rayo luminoso descubrió sin que éste se sorprendiera, un cerco de alambre de púas límite de una y otra propiedad y frontera infranqueable para los rumiantes. Lo único que no puede alumbrar es el ramillete de notas musicales que llegan prendidas en el viento anunciando a nuestros atentos oídos que el baile ha comenzado. La verdad siento temor al asistir, pero soy el invitado de honor. En estas latitudes, al igual que por la costa, la noche es un invitado persistente. La he visto llegar a diario de mil maneras. Lo mismo resbalando por la falda de los cerros que colándose como si se librara de las rayas de cristal del aguacero, montada en potros de viento en tiempos de borrasca y mansa, temerosa tal vez, en octubre cual si por enemigo reconociera al plenilunio. La he podido sorprender como buscando; se introduce en los más íntimos rincones de las grietas en los peñascales; serpentea revisando el límite mismo de la tierra con la raigambre del matorral; Rodea los tallos de los árboles y les escudriña sin ningún recato hasta el más íntimo espacio no sea que algún rescoldo de luz pudiera ocultar sus frondas. Con sus enormes ojos negros se queda mirando fijamente por horas las aguas del arrollo y la laguna y me consta que ni el mar ha podido librarse de su indiscreción; a todos se les encima como si tuviera el deber de revisar que  los peces se duerman a la hora señalada, o como si estos líquidos le ocultaran en sus entrañas al mejor de sus amores. La he sorprendido cuando corretea como loca con los cabellos sueltos por encima del asfalto de la carretera persiguiendo a los camiones que la inquietan penetrándola con sus potentes faros. La he escuchado bramar enloquecida en tiempos de tormenta y también cuando humilde viene ha refugiarse debajo de los catres y de los fogones. Entonces no se espanta de la pobreza que nos consume. Se acurruca pegada a nuestros hijos buscando su calor; se inca al lado y comparte las plegarias; ya no se ríe cuando al rezar elevamos la mirada hacia un cielo rugiente que ella nos oculta y parece no escucharnos o entendernos. En tal caso, se convierte en una noche comprensiva, deplora haber sido el escenario de nuestras pesadillas y tiembla junto a nosotros compartiendo nuestros miedos.

Ignoro porqué, pero preferiría no llegar. No obstante avanzamos a buen ritmo. Las notas se escuchan cada vez más cercanas. Este baile no será uno más. La radio lo promocionó a la hora de las noticias como un gran acontecimiento, recordándoles a cada rato a los habitantes de la serranía que la cita es en Chaparral. Desde hace quince días el poblado luce lleno de carteles y hay un anuncio muy grande en la barda de la escuela. Así como nosotros, a esta hora viajan caminando por las veredas que conducen a Chaparral todos los habitantes de las rancherías circunvecinas. Las señoras traen a cuestas a sus hijos en un alarde de fortaleza. Durante las travesías, al ritmo de la caminata se improvisan remembranzas de otras fiestas. Se recuerda por ejemplo, la habilidad mostrada en alguna ocasión por uno de los asistentes para burlar la acción de la justicia después del obligado pleito colectivo. “Las patas le valieron” dicen, y todos, con el morral al hombro ríen a carcajadas. A la distancia que nos separa del poblado se observa ya como despedazan los cohetes con sus explosiones del color de los relámpagos el manto negro de la noche. Nos llegan como de rebote además de los estruendos, los reflejos luminosos y en un murmullo de colmena, viene a convertirse el vocerío de los enfiestados después de que los desbarata el viento como si deshiciera una medanada de palabras. La luz de mi linterna lastimó la intimidad de un cafetal. Sus surcos desnudos se quedaron quietos. Con un imperceptible rumor espantadizo. Nosotros seguimos avanzando. En caravana, arrastrando a manera de cobija los deseos de diversión, a paso firme, abordamos la calle principal. Otros al igual que nosotros, lo hacían por diferentes accesos, todos con sus hijos y mujeres morral al hombro machete y puñal. Yo con miedo, con mucho miedo. Chaparral es un pueblo tranquilo. Hermoso. Pertenece al municipio de Juchique de Ferrer. Está como recostado en las faldas de la montaña, rodeado por vegetación de diferentes tonalidades de verde y de cafetales. A su alrededor merodea el tiempo como indeciso de tocarlo. Temeroso quizá de alterar viejas costumbres. En esta celebración Chaparral está como espiando la llegada de las gentes. Hay miradas detrás de las rendijas de las paredes de tablas desde que el día cerró sus ojos y un párpado gigante borró sin ningún miramiento el contorno de los cerros, a partir de ese momento, toda linterna, cigarro, plática, o ruido de tropezón, es debidamente analizado. Al caserío se le siente devoción. Hay rezos colgando de las vigas en la mayor parte de las viviendas. Los cirios parpadeantes alumbran los altares. Las plegarias no son en vano, la experiencia señala que allá por la madrugada alguno de los lugareños o de los asistentes puede conocer la punta de una daga, el filo de un machete o en el mejor de los casos, caer muerto antes de que se disipe totalmente el estruendo de los disparos de un arma de fuego. Muy cerca del salón de baile al pasar frente al domicilio de un querido amigo escuché voces de mujeres que vestidas de negro, recitaban en coro su oración: “Santa María Madre de Dios, ruega señora por nosotros los pecadores”… Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Como autómata me persigné, me encomendé a dios y sin mayor protocolo me interné junto a los que a la entrada me esperaban, hacia el sitio de honor. Valla y aplausos serenaron un poco mi decaído entusiasmo. Una mesa con mantel blanco y un ramo de flores le dieron un toque de coquetería y solemnidad al evento. Dirigí como era lo correcto, unas palabras relativas al motivo de la ceremonia y los exhorté a seguir trabajando con el mismo entusiasmo luchando por preservar la unidad y más que con las armas por conducto del diálogo, superar las diferencias. Con un danzón  inició formalmente el baile. Fui distinguido al ser acompañado en el lugar que se me asignó por el ciudadano agente municipal. La gentileza es uno de los rasgos característicos de las gentes de este lugar, cerveza, garnachas y antojitos llegaban sin cesar. Como pastizal meneado por el viento las parejas se mecían al ritmo de las notas. Honestamente era yo un manojo de nervios esperando que en cualquier momento se desataran las pasiones y se iniciara el canto de dagas pistolas y machetes. Pero no. No pasó nada. A mi juicio todo estuvo de maravilla. Una gran festividad. Un gran pueblo. Solo  me desconcertó un comentario de alguno de los que al retorno hicieron favor de acompañarme porque dijo: ahora si no sirvió la fiesta, ni un pleito, ni un herido, ni un muerto. Dentro de mí, muy adentro, algo se movió para ratificar mi convicción de que mucho sirven los rezos. Las plegarias. Hay que rezar.

 

 Chaparral, un hermoso pueblo serrano del Municipio de Juchique de Ferrer, Estado de Veracruz.

 

CON ADMIRACIÓN Y RESPETO A MIS AMIGOS DE CHAPARRAL