ESTORNUDO

Silvestre Viveros Zárate

Este lugar es un buen punto para escribir un cuento. Es un cañón entre dos cerros camino de los ventisqueros de orígenes diversos que refrescan la cañada. Estoy situado en la cresta más alta de la sierra de Chiconquiaco, conocedor que de las siete aguas una de ellas es la que riega la zona de Emilio Carranza. Desde aquí puedo mirar cómodamente todo lo que me rodea y constato como espantan de silencio los abismos. A la distancia un poco a mi derecha entre la tupida vegetación un río parece desenrollarse cuesta abajo. No pude precisar si se trataba del Yehualasco o del Macuilamanpa (cinco afluentes) más conocido como el Río de Vega. Todo lo observo con la atención propia de aquel que desea dejar constancia por escrito de su privilegiada ubicación. Percibo que en el cielo nubes negras desfilan presurosas como si las impulsara motor de mil caballos de fuerza y sospecho que resguardan al trueno en su regazo. Se comportan caprichosas formando esculturas de aire húmedo que desbaratan al instante. Su silueta se retrata frente a mí como un transcurrir de sombras silenciosas que actuaran a la manera de las modelos en la pasarela en un desfile de modas. Ante mis ojos en un escenario fantasmal el cerro parece bogar perdido entre la nubada al tiempo que la bejuquera exhibe un medio ambiente de cabellos sueltos. Este paisaje que más parece la obra de un caprichoso decorador de fantasías es el escenario perfecto. Me parece que estoy en uno de los límites visibles del mundo. Siento después de mirar rumbo al océano allá por donde está mi pueblo, que detrás de este sitio no existe nada. Solo soledad. Serranía. Desfiladeros. Aquí nacerá mi escrito…En esta cavilación convergía mi pensamiento y tranquilo espiaba la llegada de la tarde cuando un ruido como de hojas secas que se quiebran me anunció que alguien se acercaba con andar cauteloso. Observé detenidamente en la dirección correcta. Nada. Solo un abanicar de ramas verdes percibió mis ojos y pensé que se trataría de una ráfaga de aire que no tendría otra ocupación que zarandear la copa de los árboles. Estaba equivocado. Este sería un día cuajado de sorpresas y no tendría la calma que en un principio me supuse. Del vientre verde de la selva surgió de repente un tipo con taparrabos. Tenía pintado el cuerpo con rayas de colores y una máscara cubría su rostro. Supuse que se trataría de un charlatán. Un desaliñado y loco improvisador de augurios de esos que nunca faltan en los lugares alejados de la civilización. Observé en silencio y muy atentamente cada uno de sus movimientos. Primero se detuvo ante una enorme laja en la cara plana del desfiladero, se comportaba de manera que por extraña, me pareció similar a la de los sacerdotes cuando ofician misa frente al altar. Respetuoso, reverente, apartó una loza superpuesta que estaba finamente decorada. Una espacie de nicho apareció frente a él como enorme ojo rectangular que lo observara. Se quitó la máscara con parsimonia y cuidadosos ademanes llenos de religiosidad. Al descubrir su cara vi que los ojos le ardían como luciérnagas en celo cual si fuera algo sobre natural. Maligno. Pérfido. Cruel. Yo temblaba fascinado. Me embargaba, con ausencia de miedo, una rara emoción. El tiempo se mostraba cauteloso también y en su regazo no había un solo sonido, parecía preso en el silencioso espectáculo arrinconado entre la verde sombra. Era viernes. Día propicio. El misterioso personaje miró a su alrededor. Comprobó su supuesta soledad sin sospechar siquiera que se encontraba absurdamente cerca de la mirada ajena. De la mía. De espaldas al muro de piedra alzó por primera vez los brazos hacia el cielo. Una especie de paroxismo se adueñó de su cuerpo. Temblaba de pies a cabeza y a cada nueva convulsión la mofletuda cara del parroquiano manifestaba con muecas que aquel cuerpo estaba sufriendo un intenso dolor. El tipo se retorcía pero aún en los momentos de mayor sufrimiento era perfectamente observable que repetía una ceremonia que buscaba un fin determinado. Todo su actuar lo tenía, según pude percibir, detalladamente estudiado. En el clímax de su perturbación y ya cuando su cara lucía totalmente descompuesta emitió un extraño y gutural sonido. Realmente escalofriante. De dolor profundo. Fue algo así como un alarido desgarrador. Pensé que se moría. Una mezcla de llanto a grito abierto con voz de humano y aullido de animal brotó más que de su cuerpo, de su alma. Aquel insólito sonido salió para él, como causado por otra garganta, pude darme cuenta que la sintió como una cosa ajena, distante, con tono desconocido, “sin embargo por haber salido de su más profunda entraña le pertenecía más que ninguna otra”. Inmediatamente aquel rostro lampiño empezó a cubrirse de pelambre y pausadamente como en cámara lenta inició la metamorfosis. El doloroso cambio. Sus pómulos, sus ojos, sus orejas, su quijada, su boca, toda su cabeza y la parte alta de su cuerpo, tórax, hombros, brazos, manos, todo. Todo de la cintura hacia arriba quedó transformado. Su nueva piel lustrosa brillaba como si la naturaleza lo hubiera cubierto de seda. A cada cambio que se generaba en su cuerpo desde la salida de pelo hasta el transformarse de la fisonomía un triste grito, un solo llanto de dolor, un desolado aullido de sufrimiento cada vez más lastimero. Siendo aquel un padecimiento ajeno, al estar frente a mis ojos dolía como si fuera propio. Parecía que anunciaba al mundo su dolor de nacer, de vivir, lo hacía en forma tan lastimera como seguramente lo hicieron desde el principio los de su especie, las generaciones que primero vieron la luz en frías y lejanas tierras, lo que me hizo suponer que estaba ante una historia y una vida coronada de desdichas. Al igual que yo la atmósfera que me rodeaba se mostró silenciosa y la tarde plena de sinceridad comunicó mi asombro. ¡No lo podía creer! Frente a mí se estaba exhibiendo en toda su imponente majestuosidad el primer hombre lobo del continente americano. Todavía temblando como los cachorros al nacer, el hombre lobo lucía desconcertado. Parecía que por atavismo recordaba los cárdenos resplandores de las heladas noches de las tierras frías era, sin duda, una perturbación de sus viejos instintos. Primero miró atentamente sus manos. Estaban convertidas en verdaderas garras. Después observó por largo rato sus brazos tupidos de brilloso y blanco pelambre. Los azotó como lo hacen los boxeadores cuando practican frente al espejo. Como vago rumor el miedo me rondaba el alma porque desde el principio de esta insólita escena el polen abundante en esta zona de tupida vegetación insistía en hacerme estornudar. Yo contenía a duras penas esta autoritaria necesidad. A punto de soltar el estornudo con todas sus nefastas consecuencias, un supletorio suceso me paralizó del estupor y ayudó a detener esta imperiosa necesidad: Un segundo personaje con el cuerpo lleno de rayas pintadas y una máscara aún más grotesca que la del primero se presentó apoyándose en un enorme cayado. Al avanzar demostraba jerarquía, autoridad. Llegó al pie mismo de la pared vertical donde el hombre lobo todavía gesticulaba y con un solo movimiento del brazo derecho estirado con la mano colocada de tal suerte que dio la idea de tallar una pared de cristal no vista lo borró del escenario. ¡Lo desapareció! Esos personajes no son de nuestra cultura dijo con la voz propia de un reclamo. Los hechiceros debemos ser congruentes en nuestro actuar. Jamás volverás al oficio, una cosa es convertirse en coyote o gallina y ser nahual y otra muy distinta es ser hombre lobo que son seres que causan daño. Pertenecen a las zonas frías y es impropio que les demos vida en esta tierra caliente. Cierto. Aquí hace frío. Pero Chiconquiaco no es Alaska. El estornudo retumbó con el eco por todos los rincones. Todavía alcancé a mirar cuando el extraño visitante se dirigió hacia mí con el brazo derecho extendido y con la mano colocada de tal suerte como si tratara de limpiar una pared de cristal no vista. Eso es todo lo que recuerdo doctor. Después como si despertara de un largo sueño me vi sin saber cómo en esta cama de hospital, no me pregunte quien me trajo. ¿Verdad que no es coronavirus?

Doctor no se ría, en serio, eso fue lo que pasó.

SILVESTRE VIVEROS ZARATE