El éxito de un periodista
no consiste en ser leído sino en ser creído.
La credibilidad es su único patrimonio.
Manuel Vicent
Verdad o mentira. Realidad o ilusión. Fantasía o culto obsesivo a los hechos. Literatura o periodismo. El escritor y periodista Federico Campbell afirma en su libro Periodismo escrito: “Si alguien ha tenido autoridad para expresar su convicción de que el periodismo escrito es un género literario ese es Gabriel García Márquez”. Y el Nobel de Literatura y autor de Relato de un náufrago, Crónica de una muerte anunciada y Noticia de un secuestro, narraciones que no disimulan su condición de reportajes, definía así su apasionamiento de periodista exiliado en la literatura: “¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar y que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?”. Mucho se ha discutido si el periodismo es o no literatura. Algunos afirman que ese afán por emparentarlos ya trascendió y ahora resulta ociosa su comparación. Sin embargo, no se trata de si los puristas de las letras le otorgan categoría de literatura al oficio del periodismo escrito o si los periodistas aspiran a que sus escritos sean reconocidos como obras literarias, sino que los reporteros están dispuestos a cambiar las deficiencias que aquejan al oficio para convertirse en verdaderos profesionales, porque como bien ha dicho el escritor y periodista Manuel Vicent: “Algunos periodistas confunden su gastritis con las males de la patria, otros se han convertido en consejeros áulicos de políticos y banqueros o se creen intérpretes de los designios de la historia y conductores de la opinión pública o sueñan todavía con derribar al gobierno con un artículo”. Hacia finales del siglo XIX y principios del XX, el lenguaje periodístico y la relación diaria entre periodistas y lectores van discerniendo los géneros: la entrevista, el reportaje, la crónica, el artículo de fondo, el editorial y la reseña que, aunque unos menos objetivos y más interpretativos que otros, se distingue cada vez más de la forma literaria y tienen como fin principal transmitir información. Los lectores tienen entonces acceso al código periodístico e identifican muy bien cada uno de los géneros, tal y como el espectador se fue habituando al lenguaje cinematográfico. Sin embargo, la pasión estadounidense por la objetividad y la exactitud alcanza su clímax en los años 40 y, ya durante la Segunda Guerra Mundial, empieza una transformación hacia formas más imaginativas del periodismo, es decir, técnicas de redactar que aportan un mayor contexto social, político e histórico a los lectores. Los diarios empiezan a asimilar la influencia del periodismo llamado interpretativo que desarrollan revistas como Time y Newsweek. Y ya durante los años 60, cuando Truman Capote publica A sangre fría, una novela basada en hechos reales acerca del asesinato de una familia, empieza a sentirse cierta incomodidad en los periodistas, hartos de las convenciones de la objetividad y la imparcialidad tradicionales, por escribir “de otra manera”. A partir de entonces, los llamados géneros periodísticos pasaron a fundirse y confundirse y a borrar la línea que los separaba de la literatura, y las entrevistas se mezclan con los reportajes y el reportaje con la crónica, y ahí mismo va la noticia y tal vez la opinión personal, que no es otra cosa que el artículo de fondo, y hasta el editorial. Es así como nació lo que se ha dado en llamar “nuevo periodismo” y que entre sus figuras señeras destaca un reportero de nombre Tom Wolfe, a quien se le adjudica la paternidad de ese movimiento también llamado “novela de no ficción”. A más de medio siglo de la irrupción del “nuevo periodismo”, su padre afirma: “Nunca llames nuevo a un movimiento porque es la mejor manera de matarlo”. Tom Wolf, fue el invitado de honor en una pasada Feria del Libro de Buenos Aires, donde, vestido con su impecable traje blanco, dio cátedra de lo que él sabe: periodismo: “No hay fórmulas para el reporterismo –afirmó, como quien sabe que las tiene todas con él–, es una actitud, una compulsión de información en el periodista, que puede resumirse en esta sensación: Tú tienes una información que yo merezco, y la quiero”. Devoto del realismo (En su última novela, Bloody Miami, ha vuelto a descuartizar sin mucha piedad una gran ciudad estadounidense. Todo el mundo sigue odiando a todo el mundo. Una tensión que parece ir más allá de lo racial y lo cultural. ¿Está Miami a punto de estallar?, le preguntó Lucas Arraut para El País con motivo de su presentación en Barcelona, lo que él respondió: “El turismo solía ser la primera industria en la ciudad. Ahora lo son el transporte y la banca, y ambas tienen que ver con los hispanos. Buena parte de la banca latinoamericana se cuece en Miami, porque el sistema estadounidense es más seguro que el de sus países de origen. ¿Sabe que la rama de la Reserva Federal en Miami maneja más millones en efectivo que el resto de oficinas de la Reserva Federal del país juntas? Eso es porque todas las transacciones de la droga son en efectivo. Quizá no sea tan salvaje ahora, pero ilustra cuán importante es el negocio en Miami”), que ha cultivado en tres novelas faraónicas que superan las 600 páginas, Wolfe recordó ante un auditorio de estudiantes de comunicación y fanáticos de su literatura, las cuatro premisas básicas de su método para hacer más vívido un relato periodístico: “Construir el texto escena a escena como en una novela; usar la mayor cantidad de diálogo posible; concentrarse en los detalles para definir a los personajes y adoptar un punto de vista para relatar la historia”, herramientas tan válidas hoy para el autor de La hoguera de las vanidades, como lo fueron en 1963 cuando un reportaje suyo para la revista Esquire detonó la leyenda: “Cuando yo comencé el reporterismo estaba muy subestimado, eso de salir a la calle y ver qué hace la gente, reparar en cosas que uno no creería jamás posibles”. Y sorprendió cuando ante una pregunta acerca del avance de la prensa sobre la vida íntima de los políticos sostuvo: “Eso empezó con Watergate, cuando sabíamos hasta que Nixon abría sus frascos de píldoras con los dientes. Y si yo hubiera tenido información sobre el caso Lewinsky, también hubiera publicado la historia”. (Es terrible la llamada corrección política, es marxismo desinfectado. Miren esos intelectuales, los supuestamente más cultivados, sometidos a la corrección política, a ese marxismo rococó, porque piensan que no queda bien oponerse a él”). Acostumbrado al escándalo, propio y ajeno (“Soy entrañable, esa es la verdad, pero eso de ganarse enemigos tiene que ver con qué escribes y sobre quién. En mis inicios escribía sobre temas llamados pop. Gracias a Dios, esa palabra ha pasado de moda. La gente era joven y hacía cosas salvajes y locas, y se asumió, por lo que escribía, que yo debía ser muy progresista. Pero un buen día decidieron que no, que yo era un conservador. Empezaron a llamarme así a partir del momento en que relaté la fiesta que organizaron Leonard Bernstein y sus amigos para recaudar fondos para los Panteras Negras. Muchos me preguntaron: ‘¿Cómo pudiste hacerles quedar mal?’. ¿Yo? ¿Acaso invité yo a los Panteras Negras a mi casa para que me entretuviesen? Lo hicieron ellos, porque pensaron que era muy chic. No sé si ahora alguien hubiera escrito algo así sin desinfectarlo”), Tom Wolfe culminó aquella charla en Buenos Aires en uno: “La novela está muriendo rápidamente –sostuvo–, el verdadero destino de la literatura de este siglo es la no ficción”. Y para favorecer su atrevida aseveración, el autor de Todo un hombre argumentó: “El periodismo no desaparecerá, aunque sólo se lea por Internet. Del telégrafo a Internet llevamos 160 años de medios electrónicos. Sin embargo, piensen y verán que toda noticia importante llegó por la prensa escrita. El futuro está en la prensa escrita”.