Los hijos de la abuela
Juan Noel Armenta López
Los hijos de la abuela éramos nosotros, sus nietos. De meses fuimos a parar con la abuela. Cuando abrimos los ojos, frente a nosotros estaba la abuela. No había papá, no había mamá. La abuela lo era todo. A ella nos aferramos. Los demás niños del pueblo tenían papá y mamá. Cuando despertamos a la vida, nos dimos cuenta que papá y mamá no eran parte de la familia. Cuando se pierde un familiar, duele. Cuando se pierde un familiar que no existe, no duele. Generalmente la ausencia mata a la presencia. El amor es de piel, no de sangre. La sangre no llama, la caricia sí. El amor de la abuela era suficiente para borrar con su luz oscuros nubarrones. La risa de la abuela, era fresco rocío para seguir el camino de la vida. El sonar de las “chancletas” de la abuela por la mañana, nos recordaba el amor y el deber que se tenía en la casa. A las cinco de la mañana, sacaba la abuela el “chancaste” del café del día anterior. Tronaba la hornilla del fogón al avivarse el fuego con el palo de ocote. La vieja olla de barro despedía un intenso aroma de café cargado de magia y de recuerdos. Vidal, el “Gallo Curro”, canturriaba con estridencia una vieja canción para que dejáramos la cama. Era el momento de patear los gatos para que se bajaran de la cama ronroneando todavía el sueño de la noche. Llegaba la abuela con los brazos abiertos y nos cargaba hasta la mesa. El perfume de la abuela y el perfume del café, fueron aromas que se quedaron en el aire como imborrables en cantos de vida. Hasta el último suspiro del alma recordaremos a la abuela con sus medias de popotillo, su eterno delantal, sus peinetas de carey, sus melodiosos cantos, y el color de su mirada. En ese lugar, tan apartado del mundo, la felicidad era una obligación. La casa de la abuela, tenía cuatro ventanas: una ventana al cielo, una ventana al mar, una ventana a la montaña, y una ventana a Dios. Un hijo es para siempre, un nieto es para la eternidad. Eso le oímos decir a la abuela como parte final del rosario a Padre Jesús aquel 12 de diciembre. Ahí por los 11 años que nos vimos en la necesidad de dejar al pueblo, la abuela nos dijo: aprendan a perdonar y podrán vivir. Y aprendimos a perdonar y aprendimos a vivir. Gracias Zazil. Doy fe.