El día que murió el actor John Barrymore, el director de cine Raoul Walsh y su mayordomo cargaron con el cadáver y lo llevaron hasta la casa de su mejor amigo, el también actor Errol Flynn. Lo colocaron en una banca de su jardín, como si estuviera sentado, borracho y medio dormido. Tocaron el timbre y le dijeron que John quería hablarle. Flynn abrió la puerta, vio a Barrymore sentado en la penumbra y empezó a decirle de cosas. Se sentó a su lado mientras seguía hablándole. Un brazo del cadáver se deslizó del respaldo de la banca y Flynn, creyendo que su amigo estaba demasiado tomado, intentó levantarlo. Entonces se dio cuenta de que estaba muerto. Así, con una anécdota extraña pero inexorablemente narrativa, respondía Walsh al cuestionamiento sobre el significado de la muerte en sus películas. Y es que el director de Un rey para cuatro reinas, entre más de sesenta filmes, era presa de los nervios en las entrevistas y a cada pregunta siempre contestaba con historias que, sin embargo, iban directo al corazón de la pregunta misma. Así, como Raoul Wash, siempre ha querido ser Bernardo Bertolucci. Y es que el cineasta italiano, a quien le fue entregado el León de Oro Honorario con motivo de su homenaje en la Mostra de Venecia, se vio envuelto en el ámbito que más le aterra y cuando puede le huye: las entrevistas. El director de Soñadores y Tu y yo, que abrió el pasado Festival de Cine de Guadalajara y al que canceló su visita, siempre ha sido así: quisiera poder hablar de cine como lo hacía Walsh, sin temor a contar anécdotas, utilizando mucho la primera persona, sin pudor y con gran cariño por esos absurdos a los que tan aficionado es. Aunque sabe que eso puede resultar ofensivo para los medios, porque en Italia el deseo secreto pero evidente de los críticos es un director mudo, que haga películas y se calle. Bertolucci, quien inició su carrera como asistente de Pasolini y debutó como cineasta hace medio siglo, encuentra apasionantes las reflexiones de los cineastas sobre su trabajo, tan primarias a veces que rayan en lo sublime, tan magníficamente parciales, delirantes o embarazosas hasta el punto de causar vergüenza, pero a los que considera verdaderos complementos de su cine, palabras líquidas que lavan el cuerpo de las películas. “El cine debe ser ante todo una cámara puesta frente a la realidad”, ha dicho el ganador de dos Oscar como mejor director y mejor guión por El último emperador. Para él, en cualquier caso, el cine es una cuestión de vida o muerte. Y desde su punto de vista, el cine que resiste el paso del tiempo, toda vieja película que se vuelve a ver es, siempre, un desafío a la muerte. Él mismo contó a Enzo Ungari (Bertolucci por Bertolucci, Plot Ediciones) que, junto con su esposa, la también cineasta Clare Peploe, fue a ver la película Murder, de Hitchcock, y de repente recordó que Herbert Marshall, el protagonista, había muerto y que también la mayor parte de los actores de la cinta habían dejado de existir. Y aunque con frecuencia asiste a ver películas viejas, jamás había experimentado esa emoción tan desconcertante. Quizá, como él contó, fue la elegancia de Herbert Marshall, el solén de su estilo, su forma de andar ligeramente cojeante, lo que le produjo ese efecto. Murder habla de un delito milagrosamente en equilibrio entre el espectáculo teatral y lo que sucede entre bastidores, pero a Bertolucci le hablaba sobre todo del escándalo del cine que arranca la vida a su paso. André Bazin decía que el cine es como el arte egipcio del embalsamamiento y Jean Cocteau lo llamaba la muerte en acción. Son distintas formas de referirse a ese incómodo secreto que todos los cineastas conocen muy bien: un plano secuencia es un fragmento de vida, que, simulando informar al espectador, lo interroga para manipularlo mejor, lo invade y lo hace cómplice y copartícipe de un crimen. Y así concibe el cine el director de Belleza robada. Para Bertolucci el tiempo lo cambia todo. Y lo sabe por experiencia: su vida de comunista, plasmada en su película autobiográfica La luna, quedó atrás y su visión política cambió (“La política ha terminado perdiendo la urgencia que tenía antes”). De ahí su deseo de construir en su filmografía un tiempo sin ansiedad. De ahí también la asociación entre el mismo tiempo y la ansiedad, que le parece inevitable por la época que nos ha tocado vivir. Para el parmesano de 75 años hoy la ansiedad es quizá el primer significado que atribuimos al tiempo, porque ya no hay tiempo para nada. La idea del tiempo se ha convertido en algo incómodo, que crea malestar. El tiempo como objeto e instrumento narrativo ha caído en desgracia en los últimos quince años, decía a Ungari en los albores del nuevo siglo. Y ejemplificaba: en Italia, las neovanguardias, sobre todo el grupo 63, fueron las primeras en actuar contra el tiempo y la memoria, como mitologías reconfortantes. Y sin embargo, sin saberlo, trabajaron a favor del consumo de masas. Después llegó la ola del 68 y se dijo que el tiempo era un material poético, pero no político. Así, Proust, por ejemplo, en esos años gozó de escasa fortuna. Es una enorme injusticia, como el antisemitismo, pero quien ama a Proust generalmente está vacunado y experimenta una instintiva repugnancia hacia las ideas impuestas por la moda. Y en las últimas décadas de nuestra vida ha sido el de la política. Bertolucci ha contado que mientras rodaba Novecento estaba convencido de que tiempo y política eran dos cosas muy diferentes. Novecento era para él, en primer lugar, el intento de rellenar el vacío, de recuperar una continuidad cultural al hilo del tiempo, de salir de la terrible amnesia colectiva de la que éramos víctimas. Tiempo significa historia y Novecento pretendía ser una película sobre el tiempo y la historia. Olmo y Alfredo eran también el tiempo y la historia, enemigos y enamorados, un poco ridículos, tanto en su amor como en su odio. Pero el tiempo de sus películas, más aún, el de todas las películas, sostiene, está muy próximo al de los sueños. Para él todo el cine está hecho de la misma materia de la que están hechos los sueños: historias flotantes en un tiempo que te hace olvidar el tiempo exterior. Por eso, ir al cine le significaba en primer lugar ir a la ciudad, porque vivía en el campo. Eran los primeros años de la posguerra. Se alejaba de su casa, caminando sobre la tierra que los campesinos labraban, y con su padre, el poeta Attilio Bertolucci, iba a un lugar cerrado, a una oscuridad que nunca ha logrado definir, pero que hoy le parece muy cercana a la oscuridad amniótica. Lejos, que no inolvidable, quedó el recuerdo de su primera película: ¡Aleluya!, un domingo por la mañana en uno de los primeros cineclubes italianos, fundado por Pietrino Bianchi y su padre, hacia finales de los años 30. Bertolucci era un niño de seis años y detrás de él había dos campesinos que, nadie sabe cómo, habían ido a parar allí. En un determinado momento, uno de los actores, todos ellos negros, toca un blues en el piano. Entonces uno de los campesinos, muy sorprendido le grita al otro: “¡Eh, mira, un armonium en África!”. Aquel campesino había seguido toda la película pensando que transcurría en África, y estaba sorprendido de que en un lugar como aquél hubiera un piano. La película contaba una historia de la población negra de Estados Unidos. La actitud de aquel campesino la volvió a encontrar Bertolucci años más tarde en una secuencia de una película de Godard, cuando Marino Masé y su compañero ven en un cine La llegada del tren a la estación de la Ciotat, y echan a correr hacia los lados de la sala porque tienen miedo de que la locomotora se salga de la pantalla y los arrolle. Esas actitudes, de gran confianza y asombro, lo mismo de los niños de Godard que de los espectadores primitivos, es el primer recuerdo que guarda del cine. Pero ese recuerdo es también el punto de partida de un vicio que posteriormente arraigó en él cada vez con más fuerza: el de pensar demasiado en el cine. O, mejor dicho, no establecer diferencia entre cine y realidad. Y hasta hoy, después de una treintena de películas, cada una con una correspondencia a un momento preciso de su vida, y cuando cada premio, cada homenaje, cada retrospectiva, lo siente como una piedra sobre su tumba. Pero aún así, puede volver sus ojos y mirar a la distancia que todo lo hecho ha sido por una pasión: el cine. Así, y aún con toda la cauda de pros y contras que se dieron en su momento, puede rememorar con orgullo la mítica película El último tango en París, una verdadera historia de desesperación y dolor, de alienación, furia y un auténtico hara-kiri, y recordar que cuando la escribió eran años de retos muy grandes, un tiempo en que no le tenía miedo a nada ni a nadie; recordar que cuando se estrenó, el 14 de octubre de 1972, hubo quien escribió que se marcaba un hito en la historia del cine, al igual que lo hizo el primer concierto de La consagración de la primavera en 1913 para la historia de la música. Pero también recordar que El último tango en París levantó un considerable escándalo que sólo le trae dolorosos recuerdos: “Yo entonces era inocente. Inocente de tener la premeditación de ser obsceno y pornográfico. Yo quise hacer una película sobre el dolor y el fin de la incomunicación. Cuando las autoridades italianas me acusaron de faltar al pudor y me condenaron a dos meses de arresto domiciliario, me lo tomé como si me hubieran otorgado el dulce placer del martirio. Más tarde, cuando me fueron arrebatados mis derechos civiles –estuvo cinco años sin votar– esa prohibición brutal me causó una profunda herida”. Y Bernardo Bertolucci, quien a partir de su experiencia con los monjes budistas tibetanos durante la filmación de El pequeño Buda, descubrió un enfoque de la vida mucho más sereno, sigue en el cine: siempre con proyectos en mente, pero como buen italiano es supersticioso y no comenta ni una palabra de ellos. Y como él mismo dice: el único plan es que no tiene plan, porque así se lo enseñó un genio: Jean Renoir, fiel admirador de su película El conformista y quien le dijo que siempre dejara una puerta abierta porque alguien inesperado puede entrar con una revelación. Y aunque su definición de cine siguen siendo la misma (“una visión poética de la vida a 24 cuadros por segundo”), todavía se sigue preguntando qué es el cine y él mismo se responde: “Ya es hora de que lo reinventemos”. Aún así, su retiro no lo ha imaginado: “Sólo lo haría si descubro algo más intoxicante, y ese día le diré ciao, ciao al cine”.