Paulo Arturo González Olvera

Indiscutiblemente la sociedad cambia constantemente. Es posible que los cambios sociales de los últimos años se hayan acelerado porque también los avances científicos, y, por tanto, sus aplicaciones tecnológicas también lo han hecho.

Los usos de hoy en día nacieron alguna vez en el pasado, se multiplicaron, se masificaron, pasaron de una generación a otra, a otra y así, finalmente llegaron a nosotros a manera de costumbre. Una vez que hemos llegado al mundo damos por hecho que las cosas son como son, y solamente en algunos casos, a algunas personas les da por preguntar de dónde viene nuestra forma de vivir, nuestra forma de ver el mundo.

Un ejemplo clarísimo de esto es el uso de los teléfonos celulares. Hace apenas unas décadas eran muy escasos, hoy son indispensables. Los adolescentes nos miran con incredulidad cuando decimos que no había modo de comunicarnos a distancia como ahora, donde quiera que estés. En muchos de los casos, estos cambios responden a la satisfacción de necesidades, aunque hay quien afirma que, más bien, se trata de la creación de necesidades.

Lo cierto es que los usos aparecen, y, si son efectivos, si nos redundan en un beneficio general, si no causan más problemas de los que resuelven, se conformarán en una costumbre que puede perdurar hasta hacer olvidar su origen.

Pienso en los usos que han surgido estos meses como consecuencia de la pandemia: las caretas transparentes, los tapetes sanitizantes, el gel antibacterial de bolsillo, el lavado de manos forzoso al llegar a casa, evitar tocar la cara cuando estamos expuestos al virus, y, obviamente, el uso del cubrebocas.

Precisamente, tenemos muchas costumbres que han permitido que este virus no sea tan mortífero como otros que han azotado a la humanidad. Simplemente, el lavado de manos de los doctores se ha hecho tan frecuente desde hace apenas unos ciento cincuenta años, su origen está en los esfuerzos de un médico húngaro, Ignaz Semmelweis, quien obsesivamente trató de convencer a sus colegas de la importancia de lavar las manos entre intervenciones con pacientes para salvar sus vidas. En su momento no fue escuchado, a pesar de que las evidencias le daban claramente la razón. El doctor Semmelweis murió en un manicomio, y, oh paradoja, a causa de la herida en una mano que se complicó, cuando justamente una herida en la mano de su colega fue lo que le sugirió que lavarse las manos era fundamental.

Me pregunto si, una vez que la emergencia sanitaria haya por fin cedido, no será que el uso de cubrebocas en espacios públicos donde haya contacto con muchas personas, o el gel antibacterial de bolsillo; el tapete sanitizante en la entrada de edificios públicos, o el lavado de manos forzoso al llegar a casa, se conviertan en costumbres que pasaremos a las próximas generaciones hasta que, finalmente nadie recuerde cuándo fue que surgieron, y que, llegue a ser difícil de concebir que en el pasado no fuera uso normal. Así como es difícil de imaginar hoy que haya doctores que no se laven las manos después de revisar un paciente.

 

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