EN ALGUNA PARTE

Silvestre Viveros Zárate

Cerca ya de la superficie su ira tomó forma de ánfora de barro que pasó con un zumbido ronco sobre mi cabeza. Alcancé a escuchar una explosión como de mina pisada por soldado en plena selva cuando aquella olla chocó contra el espejo de la sala que “la pagó sin deberla”. Un segundo proyectil venía en camino cruzando el aire enrarecido de la estancia por el encierro. Era de esos artefactos de los que utilizan como escurre platos, traía, según me percaté al agacharme para eludirlo, las peores intenciones. ¡Recapacita mujer! Resultó cómico escucharme. Bien sabía yo que aquel hermoso ser humano de abundante y larga cabellera negra era incapaz de dominar su ira cuando alcanzaba aquellos niveles de exaltación. El sol había iniciado su descenso. La avalancha de luz y calor que al principio dispensó con generosidad sobre la llanura poco a poco se iba degradando. A lo último todo aquel borlote me hubiera parecido risible si entre los objetos que su furia convertía en peligrosa arma no hubiera incluido la caja de madera donde guardo mis puros ¡Eso sí que no! ¡Te aplacas! Elevé la voz sin importar que los vecinos pudieran escucharme y levanté los puños amenazantes. Entonces comenzó a llorar. Más rápido de lo que lo hiciera el sol, bajó aquella cháchara sin sentido. El llanto obró el milagro. Deduje de inmediato que el clima hostil y el prolongado encierro le habían jugado una mala pasada. En ese momento su voz tan de siempre conocida, halagada por armoniosa y dulce, sonó como un desarticulado ruido inentendible, sin sustento. Sin sentido. Al mirarla con los ojos humedecidos por el llanto me sentí estúpidamente piadoso. La abracé y para lo que hice a continuación me sirve de excusa el gran amor que por ella siento, mi pasada juventud e inexperiencia, mi adultez , siempre simple y natural y por lo mismo en esencia poderosa, fue uno de los pilares sostenedores de lo nuestro. Uno no puede, recapacitaba yo, andarse peleando con el viento que ha tirado tu sombrero aunque ese sombrero sea de terciopelo. Había, no lo niego, una apacible beatitud en su rostro después del llanto y algo finamente peculiar en sus facciones. Sus ojos más amarillos que el oro se adornaban con acuosos brillantes relucientes dándole un toque de misterio a su mirar. ¡Perdóname! Dijo y se le mostraron indiscretas arrugas que no pudo ocultar el maquillaje. Nada que perdonar contesté al tiempo que mis manos mesaban sus cabellos cuando estaba recostada en el mueble más grande de la sala. Mis piernas le servían de cabecera. Ese día el sol antes de ocultarse dejó el mensaje con la palidez de su luz, de estar ajeno a todas las pasiones humanas. Lucía como un Dios Justo en esa vasta y pequeña porción del universo, del cosmos, que por designio superior le fue asignado. Sin decir palabra rogué al Padre celestial que nos perdone. Los seres humanos, su creación, somos así, lo deductivo de nuestras acciones responden a ímpetus oscuros emanados de las profundidades de nuestra conciencia. Así, de generación en generación hemos construido patrones culturales muy propios y de alguna manera resguardado las virtudes domésticas, diseñadoras de lágrimas, de carácter, de temple, de debilidades, de fortalezas. De ser como somos. Ángeles y demonios en un mismo costal de huesos y carne que se cansa, que se desespera con el encierro. Que no soporta la libertad aunque luche por ella, que antes del tiempo que dura un suspiro ya la convertimos en libertinaje. Que la verdad es demasiado grande para soportar su peso. Que odiamos la mentira pero no podemos vivir sin ella. Que cuando buscamos pareja la deseamos hermosa, buena, humana y si llora somos incapaces de entender su dolor, su sufrimiento. Su pena. Perdónanos Señor, que nosotros, tus hijos, no sabemos perdonar por más que lo digamos, lo dejemos plasmado en escritos, en sentencias. Hoy el gremio de los galenos que nos cura se muere por curarnos, por atendernos, cuando no merecemos la grandeza de su saber, de su sacrificio y corremos a la calle por cervezas, por chucherías innecesarias. Danos Señor la entereza para continuar en casa y no pelear con nuestra familia. ¡Ayúdanos Señor! Algunos de tus ángeles vestidos de blanco lo sabemos,  buscan medicina para tan terrible mal. Ojalá permitas que las muertes, los reclamos, las peleas por el encierro, la súplica de los doctores para que permanezcamos en casa, nos sirvan de experiencia y entendamos que esto no es más que un aviso en ese lenguaje tan claro y poderoso que tienen los  dioses.

 

SILVESTRE VIVEROS ZÁRATE

 

 

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