A mediados del siglo XIV, Giovanni Boccaccio escribió El Decamerón, un libro que, al estilo de Las mil y una noches, El conde Lucanor o Los cuentos de Canterbury, reúne una colección de relatos. El libro italiano fue escrito en una circunstancia particular: es inmediatamente posterior a la peste bubónica que azotó especialmente a Europa, con énfasis en Florencia, donde se sitúa el inicio de la novela.
En la introducción, el narrador describe la situación que se vivió en la ciudad durante la enfermedad, tanto en los síntomas físicos como en las actitudes que toman los ciudadanos frente a la desgracia. Hay, por supuesto, siete siglos de distancia; pero, si hay algo que no ha cambiado desde entonces, y que, casi con seguridad ha sido así desde el orígen de las civilizaciones, es la selección que hace la muerte entre las clases menos favorecidas. Recupero aquí un fragmento de la Primera Jornada:
De la gente baja, y tal vez de la mediana, el espectáculo estaba lleno de mucha mayor miseria, porque éstos, o por la esperanza o la pobreza retenidos la mayoría en sus casas, quedándose en sus barrios, enfermaban a millares por día, y no siendo ni servidos ni ayudados por nadie, sin redención alguna morían todos. Y bastantes acababan en la vía pública, de día o de noche; y muchos, si morían en sus casas, antes con el hedor corrompido de sus cuerpos que de otra manera, hacían sentir a los vecinos que estaban muertos; y entre éstos y los otros que por toda parte morían, una muchedumbre. Era sobre todo observada una costumbre por los vecinos, movidos no menos por el temor de que la corrupción de los muertos no los ofendiese que por el amor que tuvieran a los finados. Ellos, o por sí mismos o con ayuda de algunos acarreadores cuando podían tenerla, sacaban de sus casas los cuerpos de los ya finados y los ponían delante de sus puertas (donde, especialmente por la mañana, hubiera podido ver un sinnúmero de ellos quien se hubiese paseado por allí) y allí hacían venir los ataúdes, y hubo tales a quienes por defecto de ellos pusieron sobre alguna tabla.
En la crisis actual podemos constatar que es también, como relata Boccaccio, entre las clases bajas, y tal vez la mediana que se vive la situación con más miseria. En el estudio de Héctor Hiram Hernández Bringas publicado por el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM que se puede consultar aquí, constatamos datos que sustentan esta afirmación.
Por ejemplo, es importante señalar que la escolaridad de más del setenta por ciento de los fallecidos es de educación primaria o inferior (dato que sería interesante cruzar con la edad porque puede verse ahí también un aumento en edades más tempranas -es solamente una hipótesis-). Es un hecho contundente. No es nada más la educación, sino que una baja escolaridad nos hace pensar también en bajos salarios y en desempleo; además, estas circunstancias nos obligan a imaginar un entorno menos higiénico, una nutrición inadecuada y, por lo tanto, un sistema inmune débil. Por supuesto que no todas las personas sin escolaridad viven en estas circunstancias, no se trata de hacer totalizaciones más que generalizaciones, pero sí que hay una tendencia.
Si a estos datos le sumamos los que resultan de la encuesta realizada por El Financiero completamos todavía más el cuadro. Según esta encuesta, el dieciocho por ciento de la población con escolaridad básica no cree que exista el coronavirus, este porcentaje baja a doce cuando se trata de personas con escolaridad media, y todavía se reduce más en población con estudios universitarios llegando solamente al cuatro por ciento. Es importante señalar que la encuesta se realizó ya en el mes de julio, cuando ha cobrado ya la vida de miles de mexicanos, porque en el mes de enero era mucho más natural que la gente tuviera sus dudas. No hay manera de atacar a un enemigo que ni siquiera reconoces cuando lo tienes frente a tus narices.
Me aventuro a pronosticar que muchas expresiones artísticas serán hijas de la pandemia que vivimos actualmente, y que varias de ellas recogerán evidencias de las reacciones de la sociedad del siglo XXI; más allá de los síntomas médicos, habrá cosas que poco cambiarán de los testimonios ofrecidos por Boccaccio hace ya casi setecientos años, el ser humano no ha cambiado tanto desde entonces, incluso desde hace más siglos todavía.