De la tórrida mar, en barcas de presurosas velas, vagamos con las navegantes rutas laceradas: de soles sin refugio, de avistamientos ilusorios, de neblinosos horizontes, de constelaciones averiadas por la lluvia y el trueno. Cualquier ola era senda. Un huracán era camino inexorable. Un zarpazo de viento nos echaba de bruces en la noche. Y el alba -madre piadosa- nos levantaba de alguna pesadilla a enderezar el rumbo. De la fatiga brotaron islas que se ahogaban junto a nuestra mirada. Cordones de incontables gaviotas, bandadas de hurañas aves que migraban nos anudaron a la vida. ¿En qué ventisca ancló la soledad, que se volvieron duros nuestros corazones, amarga nuestra sed y repentino el llanto? Cada día era un rumbo de espuma, una huella de sal, un vestigio fugaz. Cuando éramos cobardes nos ataba la soga del sol en sótanos azules, en amarillos calabozos nos hundía la fiebre. Cuando vimos la tierra surgir entre el humo y la bruma de la lejanía, tras larga e infortunada navegación, comprendimos que nuestra azarosa vida había sido en vano, que todo debe volver a ser ceniza. Foto de Víctor León.