Humanidad

por Paulo Arturo González Olvera

La reciente protesta femenina que se ha desplazado al lenguaje resulta un fenómeno muy interesante y de alcances insospechados hasta hace poco tiempo. El primer comentario que me permito es el de afirmar que las mujeres han ganado gran territorio en el ámbito de sus derechos. No con ello quiero afirmar que todo esté ganado y no haya lucha que continuar.

No es un asunto que haya surgido hoy, el patriarcado es una herencia milenaria, no por ello justificada en la actualidad. No es por que hoy se haya empezado a ejercer discriminación en todos los ámbitos de la vida humana contra la mujer; sino que las mujeres han cargado por milenios con este peso de ser sometidas, menospreciadas, minusvaloradas, limitadas y etcétera. Todas estas actitudes son, fuera de toda duda, inadmisibles. La lucha por los derechos de las mujeres es totalmente vigente porque siguen padeciendo de todas estas injusticias.

Ahora bien, las numerosas protestas que hemos visto en tiempos recientes son, en parte, desde mi punto de vista, fruto de  los derechos que se han ganado en las últimas décadas; es decir: las mujeres tienen ahora más derechos que antes, tienen más espacios en las funciones públicas, más reconocimiento como académicas, más libertades, y más equidad. No hemos alcanzado el ideal, por supuesto, pero hemos avanzado en muchos terrenos. Y estos logros, que les dan la voz, que les permiten expresarse, que han quitado tantos lastres, impulsan a las mujeres a reclamar algo que, antes, ni siquiera se atrevían. Están en todo su derecho, no solamente de hacerlo, sino también de decidir cómo hacerlo. Y la lucha no se da solamente en las calles, en las manifestaciones, en los monumentos o en las paredes; sino, sobre todo, creo yo, en la intimidad del hogar, en la plática y en la práctica diaria de cada actividad.

Esta protesta ha llegado hasta el lenguaje. No es para extrañarse, el lenguaje es una actividad transversal a todas las demás. No hay actividad humana en que no se involucre el lenguaje, no solamente es normal, sino necesario que en él desemboquen cuantas manifestaciones culturales surjan. Además, es evidente que, como herencia cultural, refleja la idiosincrasia de cada pueblo. Pero la historia de las lenguas es tan vasta, las transformaciones tantas, los matices, las influencias, las causas de los cambios, que puede resultar engañoso un análisis filológico de rebote, así de primer momento.

Para comentar un hecho concreto, recuerdo a Vicente Fox, quien inició el debate sobre los chiquillos y chiquillas, mexicanos y mexicanas. Recordará el lector que fue un personaje con continuos comentarios machistas. Esta duplicación lingüística de ninguna manera mostraba una forma de ser auténtica, sino un hecho político, la búsqueda de simpatías. Lo menciono porque es contradictorio, cuando menos, si no es que paradójico, que haya sido justamente Fox quien introdujera el uso duplicado que fuera tan criticado como aplaudido.

La reflexión natural sobre el lenguaje se da mucho en los primeros años de vida, cuando se adquiere la lengua materna.  Llegada la edad adulta hemos practicado tanto el lenguaje que lo damos por hecho, pocas veces reparamos de manera natural en los significados, las construcciones y los usos. Viene a cuento la anécdota de mi pequeña sobrinita que, después de escuchar a la directora de su posible futura escuela decir repetidamente: “este es el salón donde los niños aprenden computación”, “aquí los niños toman el almuerzo”, “esta es la ludoteca, donde los niños pueden…”, dijo a su papá: “Yo no quiero venir aquí ¿Por qué me trajiste a una escuela de niños?”.

Pero este extrañamiento de la pequeña Vale dista mucho de las palabras todes, todxs, tod@s, que encontramos en tantos textos ahora ya presentes en posters del gobierno, o incluso, de universidades. Para el comentario sobre ese hecho espere usted el siguiente texto.