Luis Gastélum
Despedirte no fue, ya ves, un juego
Ni fue casual tu última mirada,
Sino alegre señal desesperada
Que sin saberlo tú se te hizo un ruego.
Eliseo Diego.
Yo soy del mar / a él y a nadie más me debo / mi cuerpo es sal: Francisco Morosini.
Las cenizas del poeta
Cuentan que la ceremonia del esparcimiento de las cenizas del poeta en el mar fue transmitida por la televisión de todo el mundo y la gente tocaba la pantalla para estar cerca de él. Cuentan muchas cosas, incluso que desde ese día hubo un antes y un después. Lo cierto es que fue un sábado de marzo, como a él le hubiera gustado, porque el sábado, decía, es como la antesala del descanso. Y él iba a descansar, para siempre, a partir del domingo. Y ya son doce años. En una pequeña urna de madera de un café reluciente y deslumbrante: ahí cupo el poeta en su último viaje de regreso al mar que lo vio nacer, el de Coatzacoalcos (Sé mi refugio el anhelado puerto de mi destino), un miércoles revolucionario de noviembre de sesenta años atrás. Al reencuentro no asistieron reyes ni jefes de Estado, ningún enviado del Papa y ni siquiera de la iglesia local. No hubo prensa ni paparazzis. No se hizo un desfile oficial ni de comparsas del Carnaval. No hubo discursos de esos de muchas palabras huecas que resaltan la figura de alguien y lo hacen prócer aún sin serlo. No hubo cohetes ni balas de salva. No estuvo gente con gafete de “importante” ni “invitado especial”, pero sí la que debió estar. Es más, no hubo poetas, sólo él, en cenizas, prestas a cumplir su último deseo: ser esparcidas en el mar que lo arrulló en su nacencia. Luego de las palabras, breves y sentidas –“Como deben ser”, hubiera dicho porque así pensaba–, familiares y amigos abordamos el California de la Marina. Atrás quedó el muelle de Cabotaje, el faro, las escolleras. Viento del norte (De sensual caricia o desatada furia, ulula y canta con mágicos arpegios). Sol destemplado (Astro de vida de cálida mirada, el padre viento te ha desmelenado y ahora nos deslumbras). Desfilan las guardias ante las cenizas. El barco se estaciona mar adentro (Gigantesca voz de incesante resuello, mi verbo de acariciante encuentro, flujo, reflujo). Un lánguido toque de silencio sale de la trompeta del marino. Esposa e hijos (Gloria con Ernesto y Orietta) abren la urna. Y allá va Paco, Moro, Francisco Morosini, convertido en miles de millones de poetas. Las olas lo abrazan. Silencio. Los ojos de los honorables presentes atestiguan la unión del polvo y la inmensidad del mar. No hubo llanto, sólo sonrisas. Hasta la broma de un amigo se festejó con gracia: “Tanto que peleó contra la contaminación del mar y terminó contaminándolo”. Ya no estaba solo. Y entonces, como en una metáfora milagrosa de El entierro del poeta, de Nogueras, Lautréamont tiraba su sombrero al agua mientras cantaba algo triste y oscuro, Rimbaud se sonreía y abría la sombrilla para protegerse del sol, las gaviotas volaban sin sentido en medio de canciones y versos, ahora entonados por la hermosa voz de Aragón; un joven poeta le mesaba la rodilla a la muerte y Nerval escribía en el aire con letra temblorosa: “Estaba lleno de mundo”; la gente aplaudía y Vallejo también sonreía, pero desde el fondo. Otros poetas, entre ellos Borges, atento y sostenido en su bastón, fueron más discretos. Y como cuentan muchas cosas, cuentan también que, a partir de aquel sábado, la poesía va y viene en Coatzacoalcos y por las noches aúlla y gime, mientras el mar se sonríe y arriba brillan las estrellas, que a veces son azules y otras amarillas, y, como dice Sarney en El dueño del mar, cabalgan chivos y caballos en los vacíos huecos oscuros del cielo. Y el poeta pide la palabra y con la humildad de un monje tibetano dice: “No’mbre, no es para tanto”.
La obra del poeta es su biografía
Los muertos que amamos no morirán. / Redoblan a difunto las campanas, / el bronce suena claro en las mañanas, / las almas de los muertos cantarán. / Los muertos que amamos no morirán. / Oigo voces que suenan tan humanas, / Siento pasos a horas tan tempranas, / subrayo: mis muertos no morirán. / Si acaso, lo que extraño es su presencia, / Su carne sometida a mil demonios, / Asunto ineludible de su ausencia. / Perdonen los que escuchen mi insistencia, / Pero pruebas ofrezco, testimonios, / Mis muertos no están muertos, son esencia. Escribió el poeta en Nunca morirán. “No’mbre, no es para tanto”. Esta frase maravillosa la creó Morosini para atajar las lisonjas y no dejarse seducir por la vanidad ni sus promotores. Comento esto porque, como decía Octavio Paz: “Los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía”, y seguramente él, Paco, aprobaría sin vacilar que se fuese directamente a sus poemas, a su vasta obra literaria, antes que a los incidentes y los accidentes de su existencia terrenal. Pero es ineludible hablar del poeta que fue sin hacer referencia a su persona, que en su caso se daba con una íntima confabulación, y como dice Emilio Aburto, un amigo común, en un sentido texto escrito en ocasión de su deceso y que tituló ¡Buen viaje, Paco!: “Para el gobierno se murió el patriota. Para mi ciudad se perdió el notable. Para su pueblo se durmió el poeta. Para su casa se inventó el vacío. Para mí, sólo partió un amigo”. Otro amigo, también común y también poeta, Humberto Hernández Gálvez, le escribió in memóriam el poema Entrega: El Poeta muere / y nuestra sombra –la de todos—escapa / degollada, ardiendo en gritos / y en todas las esquinas / los gritos devorando los ojos. / El Poeta muere; / la soledad desnuda su larga playa intacta, / sin arenas, sin agua, / sin viento, sin orillas. / El Poeta muere / y se marchan con él / la danza de los árboles, / el dolor, la sal, la sangre toda, / la furia de los frutos del silencio, / los relámpagos –orgasmo de la luz / y aquella niebla de música– los sueños. / El Poeta muere / y una tromba enorme / disparada por Dios / hace estallar las entrañas. / El Poeta muere / y lo único que sobrevive / para reconquistarse del despojo / son palabras. Él mismo, Paco, hablaba del despojo que puede ser el mundo sin alguien en un raro poema, Detente mundo, raro por la desazón que vierte, contraria a la visión festiva que tenía y expresaba de la vida, los animales, las plantas, la gente, sus amigos, sus alumnos, su inseparable esposa Gloria y sus hijos Orietta y Ernesto, sus ojos, y todo lo que se le atravesaba al paso de la realidad: Yo no quiero saber de los colores / ni del mágico arcoíris allí inscrito, / anhelo descubrir que lo descrito, / nada tiene que ver con los horrores. / Miles de gritos, de ayes, de dolores, / espanto que va hacia el infinito, / señores de la guerra, del delito, / revuélvanse en su mierda, sí señores. / No callaré mi rabia ni mi pena, / para dejar constancia: mi condena; / morderé las palabras si es preciso, / acuñaré las voces del desprecio, buscaré ser brutal, pero conciso, / párate que me bajo, mundo necio. Y Paco se bajó. Y nos redujo ese mundo necio y raro, como su historia, que se redujo al tránsito entre las realidades de su vida cotidiana y su obra literaria, la huella que nos legó para seguir pensando en él y recordándolo como el poeta, el maestro, el padre de familia, el cuentista, el promotor cultural, el articulista, el amigo, in memoriam, como él recordaba a su amigo Rosendo Gómez Collado en el poema El corazón del árbol: El árbol tiene corazón, / un corazón tan grande como el nuestro, / se inflama de amor, también se acongoja; / ama al ave que busca su cobijo / y entristece cuando caen sus hojas, / pues asume que van hacia el olvido.
Los poetas nunca conocerán el olvido
“Ya te amolaste, Paco, ya no puedes eludir a la posteridad”, le dije para festejar su triunfo en el concurso del Himno a Veracruz –él con la letra y Riszard Siwy en la música–, mientras hurgaba entre los papeles de su maletín café de piel para enseñarme el libro de poemas que apenas había terminado la noche anterior. “No’mbre, no es para tanto”, respondía con la humildad que siempre cargaba a cuestas para atajar las lisonjas (“Las falsarias y las sentidas, porque siempre vienen revueltas”, decía) y para esconder el regocijo de lo que él mismo reconoció en entrevista para el semanario Punto y aparte, dirigido por su amigo Froylán Flores Cancela, en ocasión del festejo: “Definitivamente, ganar este concurso es un compromiso y aunque a veces uno lo piense un tanto grandilocuente, es de algún modo pasar a la historia. Ahí está y ahí queda el Himno del Estado de Veracruz, y eso cuenta mucho. Me llena de orgullo pero al mismo tiempo sé del compromiso que se adquiere. Por fortuna, la convocatoria sólo toma en cuenta que se ceden los derechos de autor y no hay que hacer presentaciones o cosas así, porque yo no canto”. Así, con un himno que ahora es patrimonio de ocho millones de veracruzanos, Francisco Morosini escribió para siempre su nombre en la historia. Y cuando miles de niños, jóvenes y maestros coreen las estrofas que compuso en medio de la convalecencia de una operación por una ceguera paulatina (todo lo comenzó a ver entonces a través de los ojos prodigiosos de su esposa Gloria) y a escondidas de su familia dictándole como loco a una grabadora, el poeta y escritor será recordado como un personaje que con su talento y creatividad contribuyó al enriquecimiento de la cultura de Veracruz. Pero siempre será una referencia obligada para quienes tuvimos la fortuna y el privilegio (“Algunas palabras, si no las pronuncian los políticos mantienen su espíritu”, decía) de convivir con él y vivir la literatura en pláticas prolongadas y como parte de su esfuerzo y ahínco de promotor cultural, desde diversas trincheras, entre ellas el Instituto Literario de Veracruz, fundado por él con otros entusiastas amigos.
Así de breve es la vida
Paco, con su pasión por la lectura, nos enseñó también a ser lectores. Como escritor no encajaba en el casillero de los llamados escritores “comprometidos”, aunque la razón de su obra también participaba en las transformaciones indispensables para un desarrollo armónico y justo de la sociedad, sobre todo en el ámbito de la infancia y la ecología. Pero además de las ideas que le preocupaban también escribía por placer estético y para liberarse de sus propios fantasmas; escribía para que lo quisieran más sus amigos, aunque él no lo dijera y menos verse citando a los abundantes falsos gurúes. Paradojas del destino, entre su prolífica obra tituló uno de sus libros Así de breve es la vida. Pero Paco, que acababa de cumplir 60 años aquel penúltimo día de diciembre de 2006, se volvió imborrable: con su imagen de intelectual pulcro y su andar pausado, sus inseparables lentes, unos para ver de cerca y otros para ver de lejos; su barba entrecana y bien recortada, su chaleco tejido, aún con el calor abrasador del verano xalapeño (sólo una vez le vi en mangas de camisa con sus brazos pelones color sepia) y su sonrisa siempre dispuesta a festejar: un gracejo, un chisme o aún la inscripción de su nombre en la historia de Veracruz, o aún mejor, su forma de ser amigo. Paco ya es inolvidable. El también merece un himno. Pero estoy seguro que con la humildad de un monje tibetano que siempre cargaba a cuestas diría la frase maravillosa que creó para atajar las lisonjas y no dejarse seducir por la vanidad ni sus promotores: “No’mbre, no es para tanto”.