AGUAS PARLANCHINAS

Me pregunto al mirar correr las aguas de este río, ¿quién, cuando, y como les enseñó este oficio de arrastrar aguas que desean guardar secretos despilfarrando discreción aún cuando cantarinas se convierten en chorrera o en torrente? Verlas retratar cuando mansas en esteros o lagunas los crepúsculos, las flores,  observar un revoltijo de colores temblorosos en el universo de su entraña procura la certeza que fue Dios quien las adoctrinó. Así lo veo.  Las advierto pasar cargando un equipaje de misterio. Aguas que convertidas en río no platican sus andanzas, no confiesan que presurosas o dóciles se dirigen al exilio para no volver jamás. Pudieran, pero no lo hacen, fanfarronear de que lavaron  cuerpos vírgenes, esculturales, intocados, igual que de bribones, facinerosos y tipos de la peor ralea. Calladas, rodando, las observo alejarse rumbo al mar. Coincidirán conmigo que todo esto si no fuera por lo siguiente que relataré, no sería otra cosa que un batiburrillo de nimiedades no rescatables ni para guardarlas en el cofre de los objetos sin importancia. Anochecía. ¿Pero que son esos miles de luces parpadeantes que aparecieron con la llegada de las sombras de la noche? Cocuyos. Les dicen los lugareños. Luciérnagas, alúa, tuca, noctiluca, candelilla poetas y literatos. Ellas o ellos ignoran como los llaman y se dedican a parpadear cuando la noche los cubre con su negro manto. Son la señal inequívoca de que el mundo vegetal duerme pero vive y esas luces parpadeantes no son otra cosa que señales del sueño que sueña el bosque evocando la oportunidad de acceder al mundo inteligente, llegar alguna vez a ser poeta y entregarle al mundo música, canciones, poesía, que sean capaces de parpadear en letras. Puedo asegurar porque ahora me consta que los ríos no duermen. Que sin importan las horas sean del día la noche o la madrugada, ellos arrastran o empujan aguas dulces con la secreta ilusión de calmar un poco el ardor que tiene el mar por la salinidad extrema de sus aguas que todo mundo le conoce. Mientras atento observo el viento zumba correteando, solo que él no tiene un cauce, un camino, zigzaguea como golondrina de rumbo indefinido. Zarandea las copas de los árboles y lo imagino haciendo lo mismo en las ciudades con los cables del alumbrado público. Sí. Un viento bravucón, pendenciero, original, de esos que odian a los nortes impostores de rachas fugaces, momentáneas, apantalladoras solamente. Los ríos viajan atiborrados de sol aunque bien saben disimularlo. Solo si te detienes largo rato a prestar atención puedes notar algunos brillos escondidos en los pliegues de las pequeñas olas huidizas, de esas incapaces de producir espanto. Sí, las de lamentable y parsimonioso viaje rumbo al océano. Las que temerosas se acurrucan unas con otras no sea que en el camino se precipiten al vacío convertidas en cascada, el espanto más que la caída lo provoca la certeza de la recuperación de la voz, de esa dicción tan peculiar que tienen las cataratas, más, mucho más comunicativas que las aguas de todos los océanos, existen caídas de agua tan expresivas y tan sinceras que si los humanos entendieran su lenguaje sentirían vergüenza. Estos espumosos alaridos expresan las angustias de amores fallidos, de relaciones incestuosas, amores de cantina, de burdel, de infidelidades que lastiman, que denigran al hombre y a la mujer. Cuentan a cielo abierto lo qué lavaron en su momento. Arrastran penas más que carcajadas o sonrisas de alegría. Son, nos guste aceptarlo o no aguas peligrosas, no por que pudieran ahogarnos sino por que pudieran delatarnos si se vuelven indiscretas en un lenguaje como el nuestro. Las admiramos lanzarse al vacío y nos regalamos la turística visión una tarde cualquiera o domingo familiar convertidas en cascadas porque no entendemos lo que en ese rumor cargado de rocío expresan. Las aguas desde luego no viajan solas, un aire de abundante humedad y discreción, callado observa cada sacudida o balanceo sea por deslizamiento, escapada, o esa voz convertida en rumor cuando las aguas se lanzan al vacío rodeadas de un vaho neblinoso. Salto que las convierte en catarata. Este aire por su silencio, que no complicidad, merece una estatua que eternice su memoria, pero como forjar un monumento, un bronce o mármol que pueda, arte de por medio, expresar la delicada labor de este céfiro. Es posible, en el idioma del arte no existen los imposibles, recordemos la obra de Rodín que con bronce logró materializar al pensador. La resolana también entre temblores reverberantes  no por silenciosa menos expresiva, vigila cuando las aguas encabritadas realizan tan extrañas piruetas y gestos no visualizados por el ojo común. Sí. Un mundo en aparente silencio observa con ojos ajenos al cansancio. Es decir, a dios no se le escapa nada. Una vez que existe la certeza de la no divulgación del secreto a pesar del salto de las aguas, éstas continúan su viaje rumbo al mar acogidas serpenteando entre el mundo vegetal, los acantilados de paciencia inmutable, y aparentemente cuando los enigmáticos y misteriosos secretos que arrastran las humedades están debidamente protegidos prolongan su lento rodar rumbo a la azul inmensidad. Es necesario dejar constancia en cuanto a que no debe a pesar de lo que escucharemos, mermar la grandeza y discreción de las aguas que se hicieron las siguientes confidencias en virtud de que se consideraban ajenas a ser escuchadas en un remanso llamado estero unos metros antes de llegar al atlántico. La noche, no por oscura negra o silenciosa es menos importante, a su amparo y pertrechado me encontraba entre la retorcida raigambre de un manglar esperando al acecho en total y absoluto silencio como corresponde a la actuación de un pescador profesional, el paso de algún pez al que pudiera sorprender con mi arpón hecho de alambre grueso. En esta quietud y concentración me encontraba equipado y a punto mis utensilios de pesca, cuando escuché una plática de tan singulares elementos remolinantes con voces pronunciadas casi en secreto entre una corriente del líquido más próximo que giraba como si fuera un pequeño torbellino y otra que aparentemente estaban en posición de descanso. Me sentí bendecido. Aquel silencio profundo, largo, generoso, era para mí solito. Entonces sucedió el milagro. Aquellas aguas de suyo silenciosas, se volvieron parlanchinas. -Oye amiga tantos y tantos kilómetros de rodar juntas y no hemos podido cruzar ni un saludo. -Evidentemente la circunstancia del camino impone discreción. No habíamos tenido tiempo de estar quietas ni por un momento, entre apretujones cuesta abajo tratando cada cual de llegar primero es imposible platicar. -¿De dónde vienes? -Es una larga historia. Allá, adentro, no sé decirte cuan profundo pero sí, casi en el centro de la tierra la temperatura es muy elevada todo se vaporiza, de ese vapor nací yo y una corriente me empujó hacia arriba con la fuerza de la explosión de mil volcanes y después sin saber cómo, inicié un descenso hasta brotar en la falda de un volcán apagado. Has de saber que lo que los humanos consideran lo más alto como los volcanes, es la parte más baja de la tierra. Nosotras, por lógica elemental nacemos siempre en las partes más bajas, es decir, lo que para ellos es lo más alto. No es que no queramos, es que no podemos. En este estado líquido solo podemos bajar, para subir tenemos que transformarnos en vapor, ser nube, haber sufrido la metamorfosis, pagar, como los humanos al morir,  el costo de vivir de la forma que lo hacemos. Así que primero formé parte de un pequeño arroyo, después como parte de un afluente me incorporé a un cauce más grande. El arroyo inicial era como una aldea solitaria en el campo, como un rancho, lo otro como ir a una gran ciudad, había gotas por millones. Gordas, altas, flacas, deformes, sucias, limpias muy pocas pero si, ocurría. Nunca entendí como se podían mantener pulcras en un ambiente así, pero sí, las había. -Y qué contigo. Te noto como cansada. -Indudablemente mi vida ha sido un vagabundear sin sentido. Lo mismo me alojé en aljibes, que viajé por cañerías, transité por delgados tubos que se convertían en regaderas y cual si fueran cascadas controladas salté al vacío para lavar cuerpos, otra vez a las cañerías, entramos en unos recipientes donde éramos lavadas y de nuevo para atrás recicladas, con menos mugre pero sucias. Sin alma, sin ese toque divino que tienen las aguas libres de presencia humana. Un día bendito nos soltaron y fuimos a dar a una poza de aguas putrefactas, donde pululan, no viven, las aguas del fangal. Todo como si con la nuestra parodiáramos la existencia de la vida de las personas. Ellos también en el río de su existencia tienen que rodar, lavar, lavarse, y un día lo más limpio que tienen va a parar al lodazal. Hombres y mujeres no tienen como nosotras asegurado nada. Su destino es como el nuestro rodar y rodar salir por gravedad de un lugar para caer en otro, reciclarse y volver a empezar. Tienen momentos de alegría por largos períodos de sufrimiento, son gotas de un mar llamado humanidad, que como el mar nuestro a donde nos dirigimos, todo lo que tienen es sal. Ellos tienen alma. Nosotros también. La de ellos por diferentes caminos busca lo mismo que la nuestra: acceder nuevamente a la vida inteligente. Volver a vivir para ser mejores, para procurar no contaminarse, para valorar más lo que se tiene y no sucumbir a la tentación de lo material que solo esclaviza, para hacerle sentir a dios que ya entendimos la lección, que seremos mejores con las gotas de junto, que amaremos, en el caso de ellos amarán a su prójimo como a sí mismos. La diferencia no es mucha y radica en que nosotros no podemos llorar, somos llanto y ellos son solamente  lágrimas encarnadas; logramos acortar la distancia que nos separa cuando el calor nos convierte en vapor y ellos nos confunden con sus pensamientos, con sus sueños. -Nuestro destino es parecido. A nosotras nos consumen los peces, a ellos los gusanos. Son como nosotras, ingenuos, piensan que si se incineran escaparán de los gusanos. No. No escaparán. Tal vez la pequeña porción de polvo en que se convertirán los esquive por un tiempo, el resto de su organismo será alimento de la gusanera solo que más digerible, sin tanta grasa, serán un alimento purificado, orgánico para las sanguijuelas. -¿Tienes nombre? -No. O más bien no sé. Te explico, en una ocasión en que los calores alcanzan temperaturas tan elevadas que las personas que habitan aquellos lugares se tienen que bañar dos o tres veces al día, sucedió que una dama de cuerpo escultural se bañaba en el río. Un señor al que yo conocía porque era el que ponía agua en la mollera y nombre a los hijos de los que acudían a su parroquia llegó. Casi anochecía. Se desnudó y en abrazo estrecho apretando a aquella mujer le dijo al tiempo que con sus manos hechos unos cuencos nos atrapó y dijo: con estas cristalinas y perfumadas rosas te lavaré de todo pecado. Nos untó, tallando suavemente de manera circular en su rostro, en sus pechos, en todo su cuerpo. Por eso ignoro si aquel hombre me dio por nombre cristalina, perfumada o rosa, no sé. En aquella ocasión lo único que me quedó claro es que el tipo era un tentón. -A ver platícame, dices que has sido vapor, nube y después líquido otra vez, ¿cómo es eso? -Sí, es un proceso que solo puede darse si dios te ayuda. Igual les sucede a los humanos. Nosotros cuando agua tú lo sabes muy bien, nacemos, brotamos de la tierra, rodamos, formamos arroyos, ríos de todos tamaños, chicos, medianos, grandes, inmensos que no pocas de nosotros al incorporarnos a su cauce pensamos que ya estábamos en el mar, solo te das cuenta que no es así porque la salinidad no existe. Allí militan millones de historias que contar. Son tantas que una vida no alcanzaría para relatar siquiera las múltiples peripecias por las que tuvieron que pasar para llegar a añadirnos a aquel extraordinario caudal. A los hombres les sucede algo parecido, nacen, brotan como retoños del cuerpo de una madre, lo que para nosotras es la tierra, ruedan, gatean, caminan, trotan, corren, un desenfrenado frenesí se apodera de sus vidas, que como a nosotras al convertirnos en río nos atrapa y la fuerza, no solo de la gravedad, sino de nuestra propia vocación  de rodar, de movernos, de llegar a ser mar, lavarnos, purificarnos, ser vapor, sueño, nube, tocar al cielo y otra vez ser líquido puro, transparente, esencia de vida. Ellos también. Una vez nacidos, se agrupan, se convierten en la sociedad que los atrapa, los conduce, como a nosotras cuando somos río, que bien sabes formamos pero no podemos controlar. Para los humanos es algo semejante y se les presenta la oportunidad de intentar ser nuevamente lo que fueron cuando mueren. Su alma se eleva como nosotras cuando somos vapor y suben como lo hacemos, volátiles, convertidas en sueño, en ansia, en aspiración de volver a ser agua. Ellos igual. Detrás del miedo de sufrir la metamorfosis, de pagar el costo que se paga por vivir, les retoña, ya se convirtió en cultura, la esperanza de volver a ser un sueño encarnado y tener una madre, una familia, unos hijos, ignoran que ya volvieron en varias ocasiones solo que les quitaron la memoria, desde luego las reminiscencias atávicas los hacen repetir el mismo ritual, nacen de una madre, Madre le llamaron y madre le llaman. Se casan, tienen hijos. Hijos les llamaban e hijos les llaman. Viven. Mueren. El alma se eleva  y el ciclo vuelve a comenzar. Lo que cambia son los lapsos de la resurrección como ellos le llaman a la reencarnación, es decir, a volver a ser materia, igual o parecido a la conversión nuestra, de efluvio, de vapor, en líquido. Ellos por su inseguridad tienen algo que nosotros no necesitamos porque al contrario de ellos no cuestionamos su presencia, somos, según nuestro entender parte integral de su existencia. El ser humano no se siente así. Su inseguridad lo ha llevado a intentar darle un rostro, una forma de vida, una forma de nacer, una forma de vivir, una forma de morir. Es decir tienen Dioses mortales. El nuestro es inmortal, innombrable, invisible, insuperable. En esto consiste la gran diferencia, ambos rodamos por el mundo cada quien a su modo, cada quien con su dios, cada quien en su río.

SILVESTRE VIVEROS ZÁRATE