Luis Donaldo Colosio

                                                                                                  Juan Noel Armenta López

 

Era el 23 de marzo. Serían como las 8 de la noche. Sentado en el recibidor de una clínica observaba la televisión. Estaba en uno de los momentos trascendentales de mi vida. Era aquella una espera prolongada para que prepararan a mi esposa. Iba a entrar mi esposa a cirugía para traer al mundo a la hermosa niña que hoy es Zazil, mi hija. La esperábamos con profundo amor, de repente, en la televisión se interrumpió la programación para dar a conocer la muerte del licenciado Luis Donaldo Colosio Murrieta, candidato a la presidencia de la República Mexicana. El murmullo de la sala se apagó. Los ojos de los pacientes, familiares y otras personas que por alguna razón se encontraban ahí, agudizaron su visión y algunos, como por inercia, se pararon a escasos metros del aparato donde daban la impactante noticia. En ese momento y sin saber los motivos del asesinato, fui llamado para estar con mi esposa junto a su cama. Me senté a un lado de ella sin poder ocultar mi tristeza. Los dedos de ella buscaron los míos y con voz llena de cariño, expresó: Todo está bien, no te apures, ya hemos pasado tres veces por esto, no te quiero ver triste, debemos estar contentos, será una niña. Sin duda Dios corona el amor que por tantos años nos hemos tenido. La miré fijamente y le dije: Claro que todo está bien, mi consternación no es por algo que pudiese suceder con el parto, todo lo que dices es muy cierto. Entonces —replicó mi mujer—, ¿por qué esa cara de piedra? —y fue en ese momento que cometí el error del que más tarde me arrepentiría, pues le contesté: Es que mientras esperaba entrar, la televisión dio la noticia del asesinato de Luis Donaldo Colosio. Mi mujer me apretó la mano y desencajó su rostro, expresando: Hasta dónde ha llegado a desprestigiarse el gobierno, se sabía que querían su renuncia, pero no creí que se atrevieran a asesinarlo. Yo estaba arrepentido de haberle dado la noticia, pero, en fin, como reza el refrán popular: “palo dado ni Dios lo quita”, por ello cuestioné: Estás culpando al gobierno, a pesar de que ya aprehendieron al que disparó, no se sabe si hubo un autor intelectual. Mi esposa contestó: Sólo estás verborreando, sal a la calle, pregúntale a cualquiera quién mató a Colosio y verás si no confirmas lo que te acabo de decir. México ya no es un pueblo inocente, tontos son aquellos que, sentados en la silla del poder, creen que todos somos unos descerebrados. Las mujeres somos las más preocupadas porque esto cambie, ustedes los hombres sólo hablan cuando el poder no les coquetea, siguió afirmando mi esposa. Puede que tengas razón, contesté. Claro que tengo razón, dijo. Y se soltó hablando con más coraje: Vamos a ser testigos de la sarta de mentiras que tendrán que inventar para no aclarar ese homicidio, pero seguramente se dirá que fue la mafia o los enemigos políticos. Al grado se llegará de decir que fue un fanático quien lo mató, porque lo admiraba. Doy fe.