Política incorrecta

Inevitable hablar de Chente

Marco Aurelio González Gama

«Yo se bien que estoy afuera, pero el día que yo les muera, todos me van a llorar…”. Así improviso unas líneas de la emblemática canción ‘El Rey’ (José Alfredo Jiménez, 1991) en alguna de sus últimas presentaciones antes de su despedida definitiva el ‘Gran Charro de México’, Vicente Chente Fernández (Huentitán el Alto, Jalisco, 17 de febrero de 1940-Guadalajara, 12 de diciembre del 2021), y vaya que si le han llorado en el mundo de habla hispana, y también en una buena parte de la Unión Americana en donde este ídolo popular a lo largo de su carrera adquirió un rango como de semidiós. Con más de 50 años de trayectoria artística a cuestas, el escribiente recuerda perfectamente los difíciles años cuando inició su exitoso camino como cantante del género ranchero. Para Chente fue muy difícil porque a fuerza lo querían comparar con aquel trío de magníficos cantantes que cubrieron toda una época en el México de mediados del siglo pasado, me refiero obviamente a Pedro Infante, a Jorge Negrete y a Javier Solís —y a esta tríada de grandes intérpretes, y también actores, me atrevería agregar a un cuarto, Miguel Aceves Mejía, ‘El rey del falsete’, que cantaba el ranchero huasteco como ninguno—. Y es que para empezar y a pesar de su poderosa voz, aquellos tres, o cuatro si sumamos a Aceves Mejía, se cuecen aparte y tienen un lugar reservado en el olimpo de los dioses de la música popular mexicana. No obstante, hay que reconocer que Chente tenía lo suyo. Para empezar era dueño de una privilegiada, potente y educada voz, virtudes indiscutibles que lo ayudaron a lograr el estrellato con canciones tan icónicas como ‘El rey’, ‘Volver, volver’, ‘La ley del monte’, ‘Acá entre nos’ y ‘Mujeres divinas’ (Hablando de mujeres y traiciones / se fueron consumiendo las botellas / pidieron que cantará mis canciones / y yo canté unas dos en contra de ellas), entre otras. Eso sí, definitivamente lo suyo, pero lo que se dice lo suyo era la cantada, como actor era muy malo, y eso se los dice alguien que tuvo el valor de irse a meter al desaparecido Cine Viaducto que se encontraba ubicado en la calzada de Tlalpan de la capital, exactamente junto al Metro que lleva el nombre de esa importante vía rápida, para ir a ver nada más y nada menos que ‘Tacos al carbón’ (1971), que no es mala, si no lo que le sigue —y miren que hizo la lucha porque filmó 34 películas, que no son poca cosa—. Les juro que nunca más volví a ver otra película de Chente, ni siquiera en la televisión. No es la intención de la presente juzgar a Chente, su vida, sus escándalos y muchas de las polémicas en las cuales se vio inmiscuido. Fue un cantante que como hombre tuvo muchas dimensiones, para decirlo claro, virtudes y defectos, luces y también sombras. Pero a Chente me parece que hay que reconocerle que ante todo fue un luchador que supo imponerse a las adversidades de la vida: en primer lugar a ese inicio difícil de su carrera que ya narré al principio de estas líneas y, en segundo lugar, todavía más importante aún, a dos guerras a muerte contra el cáncer —una por la cual le extirparon la mitad del hígado— y una embolia pulmonar, más la caída del caballo que le provocó daños irreversibles a nivel cervico craneal que finalmente derivaron en su muerte. No soy quien para defender a Vicente Fernández, a su vida, a su memoria y a su legado musical. Lo único que puedo decir es que con su muerte se murió también el último gran exponente de la música ranchera en México y en el mundo. Habrá quienes dirán que su hijo Alejandro está destinado a recoger el testigo que dejó su padre. Es muy posible, es poseedor de una gran voz y de presencia ya ni hablamos, pero su estilo no es precisamente la del charro de pistola al cincho y botas con espuelas. Ya el tiempo dirá si logró ocupar el lugar que dejó vacante su padre. Que descanse en paz Vicente.