Un cuento de Navidad
Marco aurelio González Gama
En la casa familiar la Navidad —y también la festividad del Año Nuevo—, eran fechas del calendario (gregoriano) que se tomaban muy en serio. Solemnidad era el sello que marcaba a tan emblemáticos días del año que rige al mundo religioso, que en realidad responde a los ciclos astronómicos de nuestro espacio sideral dominado por el sol. Podía pasar cualquier cosa, pero el 24 y el 31 de diciembre se respetaban. Era la época en la que se reunía toda la familia, estamos hablando de los años 70, 80 y 90 del siglo pasado. El núcleo familiar estaba intacto, mis padres y los nueve hermanos que sobrevivimos a la saga que inició un 11 de septiembre de 1935, cuando los casó por la iglesia y a escondidas el altruista cura estadounidense Francisco J. Krill Horback avecindado en el pueblo (fundador del cuerpo del H. Cuerpo de Bomberos de Córdoba), en razón de que todavía en ese año los templos católicos estaban cerrados al culto en todo el país por la llamada «Ley Calles». Se reabrieron hasta 1937. Pero esa es otra historia que luego contaré, mientras volvamos al cuento navideño. Mi padre se tomaba muy en serio las fiestas de fin de año. Se vestía de riguroso traje, con corbata de por medio, y esa tradición nos fue heredada durante mucho tiempo a los hijos varones. Luego se sumarían a ella los tres cuñados. Por supuesto mi madre, mi tía la menor de sus hermanas, que todavía vive y tiene 99 años, y mis hermanas aprovechaban la ocasión para vestir de gala, sin elegancias excesivas. Y el menú que se servía en esas noches tan bonitas, aderezadas con el árbol navideño profusamente adornado e iluminado, pues tenía de todo lo tradicional que se acostumbra para cenar espléndidamente —toda la familia contribuía con algún ingrediente—: pierna de cerdo o pavo al horno, alguna pasta, la ensalada que no podía faltar, el bacalao a la vizcaína que es la especialidad de mi muy adorada tía —que en agosto del año que entra cumple 100 años—, chiles jalapeños rellenos en frío (al escabeche) y la botana previa de frutos secos y dulces confitados, por supuesto no podía faltar la sidra Copa de Oro para los brindis y abrazos. Quiero significar en especial el día 24, el de la Nochebuena, que simboliza el nacimiento de Jesucristo, ya que a pesar del fervor religioso de mi madre y tía, no realizábamos ninguna ceremonia para acostar al niño Dios en el pesebre como es costumbre en muchos hogares católicos. Tampoco había alguna liturgia de por medio, si acaso se cantaba la posada. Con el tiempo se fueron agregando a las fiestas los hijos de mis hermanos y los míos propios. Ello le agregó otras características a aquellas memorables noches: a los chamacos lo que les interesaba era la apertura de los regalos. Una vez cumplido ese ritual, se bailaba, se hacía la reproducción de algún festejo navideño escolar ya fuera de mis sobrinos o de mis hijos. Esa fue la historia de muchos inolvidables años que guardo gratamente en la memoria. Con la ausencia de mis padres y de algunos de mis hermanos, de los nueve quedamos cinco, nos hemos ido disgregando a otros troncos y ramas familiares, sin embargo, el espíritu de la Navidad se conserva en muchos de nosotros. Para concluir, diré que el día último del año era obligado ir a la iglesia a darle gracias al creador, ese sí era un verdadero ritual. En fin… Ya con esta me despido por este año, no sin antes desearles muy felices fiestas y un 2022 lleno de buenaventura, pero sobre todo de mucha, pero mucha salud, que todos y nuestras familias estemos libres de Delta y Ómicron. El año que entra, este escribiente le dedicará el tiempo pertinente a la publicación de cuando menos tres libros que ya tengo listos para su impresión. Ya les estaré informando al respecto.