Había entrado varias veces a ese cuarto de libros. Todo en ese cuarto estaba a media luz. Los estantes estaban llenos de libros. Una cortina dejaba pasar tenue luz para testimoniar las horas del exterior. El ambiente del cuarto era un sutil y aterciopelada invitación a permanecer en la media penumbra misteriosa. La familia de Melissa sin duda era proclive a la cultura y a la investigación científica. Recorrió Melissa tocando con sus dedos algunos libros de la nutrida estantería. Libros, había muchos libros, títulos diversos. La familia de Melissa hablaba seguido sobre temas que eran centros de interés que gustaban a propios y a extraños. Ese acervo, abrió en Melissa grandes ventanas sumarias a mundos inconmensurables. La vida de Melissa estaba impregnada de vastos caminos de entendimiento y lucidez. Ese día, día muy importante para Melissa porque cumplía quince años, vio un libro que le llamó la atención. El libro estaba mal colocado, o colocado intencionalmente con el lomo hacia la pared del estante. Sacó el libro Melissa para ponerlo correctamente pero, al tenerlo entre sus manos, le extrañó que el libro no tenía autor. El libro sin autor tenía sin embargo un título: Agua fresca para el pensamiento. Pensó Melissa que quizás era el libro una recopilación de varios autores y que por eso no lo signaba uno solo. Pero al hojearlo no pudo comprobar su sospecha. Por algo el autor no quiso dar su nombre al libro, justificó así Melissa la intención del autor. Pero lo cierto es que no había autor, solo el título. Pasó hoja tras otra del extraño libro y se dio cuenta que el contenido era un tesoro de bellas consejas. Las reflexiones ahí escritas eran más que simples palabras y letras acomodadas para darle cuerpo a una escritura. Encontró en éste libro maravilloso Melissa una fuente de agua fresca de eterna sabiduría. La primera página del libro abría la puerta de par en par para que Melissa ingresara a los caminos y vericuetos de la inteligencia humana. Y sin más ni más abría el libro sus brazos para que Melissa ingresara al suave manto de la luz del pensamiento. El texto aconsejaba: camina por aguas mansas, olvida las olas que hacen daño. Regresa amor a quien te lo prodiga. El espejo de vanidad no siempre te dirá la verdad. Escucha a los errores más que a los aciertos. La maldad siempre tendrá la cara esbozada. Admira los colores de una flor, el vuelo sordo del faisán, el chasquido del arroyo, el serpentear de la bruma sobre las olas del mar, los árboles verdes del gran cañón, la calidez de la rueda del sol, las gotas del rocío descompuestas en aristas de mil matices, la montaña, la pradera, el pecho de la roca. Pero debo de decirte Melissa, hablaba el libro, que eres tú quien le da la belleza a las cosas o quien le quita la belleza a las cosas. Recomendaba así mismo el libro: piensa si lo que vas a decir es más importante que lo que tienes que callar; debemos aprender a ver con los ojos del poeta que no ve con los ojos; piensa en Dios, pero no le cuentes tus planes; no uses las lágrimas para mentir; lo que al tiempo se le deja al tiempo se le queda; siempre se sabe como empezar una discusión, pero nunca se sabe como terminarla; nunca verás las huellas de los pies de Dios junto a ti, porque él te lleva cargando; no reclames, propón; vive y deja vivir. Y continuaba incansable la enseñanza maravillosa de ese libro misterioso con título y sin autor. El libro no tiene autor porque cada quien es autor de su propia vida. Tú, Melissa, ya estás escribiendo el libro de tu vida.