Lumia. Por Pedro Chavarría Xicoténcatl

Los ángeles sí existen, me consta. Suelen representarlos con vestidos blancos, grandes alas y
flotando en el aire o volando. Así los vemos en los cuadros de la iglesia y en los nichos, pero eso
no es verdad, yo tengo la imagen y aspecto preciso de cómo son en realidad. Les contaré el
episodio más luminoso de mi vida.
Para los que somos pobres y vivimos en el campo no hay muchas salidas. Poca escuela, si acaso
la primaria. Trabajar como campesinos y malvivir, ganando muy poco, apenas para comer
pobremente y comprar algunas cositas. A veces albañil. A veces músico callejero. Ya fuera del
pueblo, pordiosero. No había trabajo, ni manera de ganar dinero, como no fuera con la droga.
Me junté con una muchacha del pueblo, tan pobre y jodida como yo. Tuvimos un hijo, siempre
débil y enfermo, tristón, solitario por falta de hermanos. Un día decidimos abandonar el pueblo
e irnos a la gran ciudad: grandes y anchas calles, muchos carros, mucha gente. Ahí tendría que
haber algo, un modo de ganar para comer y medio vivir. Pordioseros en la gran ciudad, tocando
una trompeta vieja, mi única posesión.
Pronto la gran ciudad pronto nos desengañó: ni trabajo, ni dinero, ni compañía. Los tres solos
vagando por grandes calles, tocando como podía y pidiendo limosna a cambio de los tristes
sonidos que me salían. Por más que le pensaba, no hallaba cómo tocar algo diferente, solo lo
poco que había aprendido en el rancho, con mi padrino. Con todo y eso nos alcanzaba para medio
comer y pagar un cuartucho, apenas con un colchón viejo tirado en el suelo. Todos los días lo
mismo: levantarse, salir a las calles con frío o con calor, comer lo que podíamos conseguir en las
calles.
Yo notaba a Martin siempre triste. A veces nos ayudaba pidiendo unas monedas “pa la música”,
la mayor parte del tiempo sentado o tumbado en la banqueta, buscando sol o sombra según
estuviera el tiempo. Creo que nunca lo pude ver contento, saltando, corriendo, risueño. Yo me
decía que era porque estaba solo. Isaura y yo no podíamos hacer mucho, solo pedir limosna y
medio cuidarlo. Para cuando nos encontramos con el ángel ya tenía cinco años y nunca había
tenido un juguete, apenas unas corcholatas o unas piedras y palos con los que medio se entretenía.
Me partía el corazón verlo tan triste y apagado, como cansado, siempre con sueño, flaco, mal
cuidado y mal protegido del sol y del frío. Yo le veía un color muy raro, distinto al mío y al de
su mamá, pero uno qué va a saber. Calles y más calles, soledad y abandono, sin esperanzas. Fue
entonces cuando apareció el ángel. Al parecer no estábamos tan solos. Al principio no lo
distinguí: venía manejando una camioneta blanca muy grande y bonita, resplandeciente. Nos
acercamos a pedir unas monedas cuando se detuvo en la esquina. Para mi sorpresa, Martin fue el
primero en acercarse y medio colgarse de la ventanilla. Lo regañé, no fuera a ensuciar aquella
blancura. Al volante estaba ella, un ángel, una señora muy hermosa, de cara luminosa, con una
dulce sonrisa. Me dio un billete, se agachó, como buscando algo y cuando se enderezó tenía una
pelota pequeña en la mano. Le dijo a Martin si quería una pelota y se la ofreció.
Nunca había visto así a mi hijo: su cara y sus ojos brillaban, como contagiado del resplandor de
esa joven señora. Estaba feliz, sonreía y la miraba como encantado. El semáforo cambió, ella nos
dijo adiós y partió. La seguí con la vista hasta que la perdí. A partir de ese momento nuestra vida
cambió y solo por la sonrisa de Martin. Lo demás seguía igual, pero al mismo tiempo, todo había
cambiado, una especie de escudo protector nos rodeaba. Fue como un mes en el que ni el sol ni
el frío nos castigaron. Martín jugaba con su pelota, el único juguete real que había tenido. Ya no
estaba triste ni adormilado, jugaba y reía, hasta corría un poco tras la pelota. Lo poníamos en
áreas de pasto, lo más lejos que podíamos de la calle. Yo tenía miedo que se le escapara la pelota,
pero él la jugaba con mucho cuidado, casi con reverencia.
Ya me estaba acostumbrando a la felicidad. ¡Con tan poco que se puede ser feliz! Una mañana,
de repente, volteé a buscarlo con la mirada y allí estaba, en el prado donde lo habíamos dejado.
Pero no jugaba, estaba acostado, más bien, tumbado. Llamé a Isaura y corrimos a su lado. Estaba
como desmayado, muy aguado. Lo vi muy descolorido… No sé de dónde ni cómo apareció una
ambulancia. Acabamos en un hospital, rodeados por gente de blanco, todos muy apurados
afanándose por atender a mi hijo. Nos hicieron esperar afuera. Pasaron las horas y no teníamos
noticias. Por fin, ya en la noche, apareció alguien preguntando por nosotros. Un puño terrible se
cerró dentro de mí, estrujándome hasta impedirme respirar. ¡Qué iba yo a caminar con esa
apretura dentro de mí! Yo sabía que había pasado algo muy malo. Veía a mi hijo muy lejos,
borroso. No podía moverme, no oía nada y solo sentía una tristeza desgarradora; realmente me
arañaba desde adentro. El hacha cayó, brutal. ¿Lumia, lemia? No me acuerdo.
Desde entonces ya la tristeza vive en nosotros y nos hace muy pesada la vida. Es como caminar
cargando una gran piedra que nos machaca la cabeza y nos agobia. Solo un consuelo me queda:
un ángel lo visitó y lo hizo feliz los últimos días de su vida… con una pelota. Aquí la tengo… es lo único.

que que me queda de él.