Nunca una sentencia como tal había sido más cierta. Para quien me conoce sabe que, en mi caso, cuando se trata de comida la verdad es que me ando sin rodeos. Pa qué más, me declaro orgullosamente omnívoro. Mientras sea comestible y cocinable le entro a todo, no hago distingos ni discrimino. Y si hay un plato por el que siento una debilidad irreprimible, devoción para que se me entienda, ese es el mondongo, menudo, mole de panza o como simplemente se le conoce popularmente, por la pancita. Toda, cuajo, libro, cacarizo –mi favorito- y/o callo, bien lavadita y tiernamente cocida, servida en una buena infusión caldosa de tomate, ramas de epazote, cebolla, ajo, guajillo y chile serrano seco, acompañada de cebollita picada, orégano seco, chile seco molido y tortillitas de maíz recién echadas, mmm… soy capaz de cualquier crimen porque no me resisto a tan tentadora tentación. Cuando viví en la capital tenochca, junto a un querido compadre del alma nada más andábamos buscando en dónde desayunar una rica panza los sábados, y cuando se me vienen a la mente aquellos estudiantiles años, me froto las manos y no puedo evitar salivar. Y la he comido en mercados, en fondas, en paradores del camino –en Tres Marías, en la México-Cuernavaca, y el de Aguilar Yarmuch estaba mu bueno- y hasta en restaurantes muy fifí en donde se conocen como callos, comúnmente guisados a la madrileña con garbanzos, chorizo y morcilla, pero recomiendo las ‘quecas’ de panza, fritas o con huarache doblado al comal. Y ya sabe usted, nunca me ofrezca invitarme a comer médula, sesos, riñones, hígado, ojo, cachete, tripitas o tuétano porque jamás le voy a decir que no, y ahí usted sabe a lo que le tira. Sobre advertencia no hay engaño. Lo escribe Marco Aurelio González Gama, directivo de este Portal. Foto de Rogelio Ordóñez.