¿De qué me sirve morir si van a seguir pensando en mí?»
Entre los estantes atiborrados de libros ya escritos y los posibles de la inconmensurable biblioteca creada por Borges, incluida la de Babel, los relativos a las matemáticas eran los más concurridos por el autor de El Aleph. Siempre tuvo una fijación erudita por los números, sobre todo por su infinitud. Le atraían los cardinales y los romanos, en unidades o con decimales. Combinados, sostenía, algo nos quieren decir. Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo nació en Buenos Aires, a 12 cuadras de la Casa de Gobierno de Argentina, en el barrio de la Parroquia de San Nicolás. Fue ochomesino. El parto fue a las 5 de la madrugada de un frío invierno. Había nacido durante la Noche de San Bartolomé, “cuando el diablo sale a cazar ángeles”, decía. Aunque él se consideraba habitualmente agnóstico, recordaba aquella histórica jornada parisina en que se enfrentaron católicos y protestantes. Murió en Ginebra el 14 de junio de 1986, el mismo día que 1133 años atrás, en Córdoba, en la provincia hispánica de Andalucía, los santos mártires Anastasio, San Félix y Digna murieron degollados. El presbítero y el monje por reconocer su fe cristiana ante los jueces musulmanes, y la virgen por haber reprendido al juez del asesinato de aquellos dos. Al autor de 25 de agosto, 1983 le hubiera resultado atractivo disertar sobre el 30 aniversario de su muerte y que el mundo de la literatura le ha dado en titular Tres décadas sin Borges. Hubiera cumplido 116 años. Tal vez, la cifra también le habría intrigado y en una de sus geniales maquinaciones literarias, hubiera tratado, tal vez, de explicar porqué empieza con uno, sigue con uno y termina con seis, así como su conexión con la realidad y la ironía, los espejos y los laberintos, los mundos paradójicos y los imaginarios. Tal vez porque Borges también anduvo las arenas movedizas de los infinitos símbolos de los números. Su obra, han dicho sus críticos y biógrafos (“Hay un fenómeno de apropiación del nombre de Borges, que a esta altura hace sonreír, y que permite la multiplicación de toda clase de libros cuyos títulos son Borges y… casi cualquier cosa que se quiera escribir al lado”, dice el matemático argentino Guillermo Martínez, autor de Borges y la matemática) está vinculada de manera sólida e indudable a la ciencia de las matemáticas. El Aleph, por ejemplo, el libro borgeano de culto por excelencia en el que mediante 17 cuentos-metáforas nos muestra el mundo desde un punto equidistante de la realidad y la ficción, dice: “Para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes”. La Mengenlehre es el nombre alemán de la teoría matemática de los números y las cantidades. Por eso, tal vez, Borges pudo haber sido un número o un sable que ha servido en el desierto, el aljibe, una vieja casa, el silbido de un trasnochador por la vereda. Cualquiera de esas cosas pudo haber sido Jorge Luis Borges y Acevedo hace 116 años, pero para fortuna de los mundos fantástico y real, a los que tanto recurrió para crear sus historias geniales, no fue nada de eso, sino el escritor que nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899 y para quien, en definitiva, todo lo que uno escribe es autobiográfico, sólo que eso puede ser dicho: “Nací en tal año, en tal lugar” o “Había un rey que tenia tres hijos”. Pero también pudo haber sido, tal vez, un laberinto, un tigre, un cuchillo o un espejo, símbolos todos a los que cada vez que se sentaba a escribir-dictar se prometía renunciar, pero nada, todos eran cada vez más fuertes que su voluntad y comenzaba a escribir y de golpe aparecían el laberinto con sus caminos que son uno solo y cuyo único destino es la desesperación, un tigre fiero y manso que cruza la página, el brillo de un cuchillo que deslumbra desde un rincón oscuro de la vieja casona o un espejo que refleja la imagen hasta la abominación de uno de los heresiareas de Uqbar que, junto con la cópula, los odiaba porque ambos, decía, multiplican el número de los hombres, pero para él, para el escritor Borges, eran sin embargo una especie de mal necesario –los espejos, no así la cópula ni los hombres– que en una ocasión le permitieron el descubrimiento de Uqbar en unas misteriosas páginas adicionales del tomo XLVI de 1a Anglo-American Cyclopedia (Nueva York, 1917), que no era otra cosa que una reimpresión literal de la Encyclopedia Britannica de 1902. A partir de entonces todas sus historias las extrajo de las enciclopedias que inventaba y se dedicó a escribir –“¿Cómo no voy a escribir? ¿Qué otra cosa podría hacer, ciego desde hace tantos años? Si me dedicara a abrir y cerrar puertas sería todo ridículo. Si me dedicara a la política sería aún más absurdo”– evitando caer en lo que él mismo creía un vicio: la idea de que todo adjetivo tiene que ser sorprendente y toda metáfora, nueva, y sus hábitos fueron Buenos Aires, el culto de los mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura y el estupor de que el tiempo –“nuestra sustancia”, decía– pueda ser compartido. Pero en estos mundos él, antagonista de la literatura comprometida para no permitir que sus opiniones interfirieran en su obra, no escogía a sus personajes, sino ellos a él y cuando escribía vivía en una especie de sueño, porque deseaba ser consciente con su propio sueño, no con una realidad cambiante. Y en las conversaciones resaltaban sus frases de poética belleza y contenido profundo: “La cultura es una suerte de amistoso escepticismo que permite la hospitalidad a las ideas al no permitirnos suponer que se saben con certidumbre las cosas” o “una suerte de amistoso escepticismo, lo que consiste en no suponer que uno ya sabe con certidumbre las cosas”. O aún comentarios singulares: “Un buen lector es aquel que tergiversa y enriquece los textos”, inclusive las sorprendentes: “He leído muy poco” y “mi español no me gusta”. O bien conceptos que parecen resumir su propia vida: “Tengo la impresión de que nunca he salido de mi biblioteca y de mis libros” o “¡No! ¿Memoria?…. Pero si yo tengo muy poca memoria. Y además, he leído muy poco…bueno, he releído mucho lo poco que he leído”. Escribía pues a partir de sus nostálgicos recuerdos de un mundo, si no bueno algo mejor que éste, y que ni él mismo parece saberlo, porque cuando uno piensa en el pasado lo hace, sobre todo, en términos mitológicos, legendarios: “¿Cómo fueron realmente las cosas? No lo sé, a medida que se cuentan, van mejorando…”, o como aquella confesión de que en cualquier parte que estuviera siempre estaba en Buenos Aires, ya que poco lo influía un paisaje que no veía, un ambiente y una atmósfera quizá demasiado actuales, porque Borges sólo recordaba imágenes de las ilustraciones de los libros que leía cuando vio, pero dejó testimonio contra los compadecidos de su ceguera en el poema Los dones: Nadie rebaje a lágrima o reproche / Esta declaración de la maestría / De Dios, que con magnífica ironía / Me dio a la vez los libros y la noche. Pero Borges, el temeroso de los espejos “que reflejan vanidad y por eso alarman”, al que Enrique Loubet definió como “tejedor maravilloso de consonantes y vocales, sensible inventor de gente y de ciudades y aun de enciclopedias, mágico alquimista en el que conviven lo cotidiano y lo fantástico”, ese erudito autor de una de las más grandes obras de la literatura universal y que consideraba a la lectura como “actividad más resignada, más civil, más intelectual que escribir”, aprovechaba las penumbras de sus ojos sin luz para eludir hablar de autores con los que discrepaba de su ideología, como García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes, por ejemplo: “Bueno –decía–, mi ceguera, mi casi ceguera… No he leído nada. He pensado que siendo contemporáneos míos se parecerán un poco a ellos. Y que, entonces, no me pueden ofrecer ninguna sorpresa… Pero entiendo que son muy buenos. Sin embargo, dedicado como estoy a tareas filológicas de inglés antiguo y como prefiero releer…”. Por algunas de sus opiniones, a ese escritor que le hubiera gustado haber sido Alfonso Reyes porque aseguraba que en el siglo XVII hubiese sido el mejor prosista y que posiblemente también lo sea del siglo XXII, a veces caía mal. Por ejemplo, declaró con orgullo que aprendió a hablar en inglés antes que en español y 1legó a decir que no hacía falta conocer ningún otro idioma porque la literatura inglesa contiene o resume todas las cosas. Pero Borges, que justificaba su estancia aquí, en este mundo mágico, con un “soy humano”, era benévolo y utópico: deseaba un mundo real sin gobiernos y decía que bondad e inteligencia van juntas: “Las personas inteligentes son buenas. Las estúpidas son malas. Para ser bueno hay que ser inteligente”. De hecho, ese que no creía ni descreía de Dios pero desconfiaba que hubiera un más allá, rezaba porque se lo había prometido a su madre, su gran amor. Y no por miedo, porque para Borges hasta la muerte era una esperanza, siempre y cuando se muriera enteramente y después fuera olvidado, ¿pero quién no lo reconocería si el mundo que ahora habita le permitiera regresar a su espíritu, ora en un sable que ha de servir en el desierto, ora en un espejo, en una casa vieja, en el silbido de un trasnochador por la vereda, en él mismo como una página perdida de un tomo de una enciclopedia o como el Borges del mundo ancho y mágico que camina por Buenos Aires y el mundo real con los brazos abiertos, o en un número? Quizá en Columbia no lo reconocerían, ahí en donde ese inmenso escritor ciego dictó una conferencia en 1971 y llevado del brazo por su traductor al inglés, Norman Thomas di Giovanni, caminaba por los pasillos de la Universidad con un engomado pegado en la solapa de su anticuado traje gris que decía: “Jorge Luis Borges, escritor argentino”. Y es que como él mismo decía: “Hay peores cegueras que las de los ojos”. En una de sus últimas entrevistas poco antes de su muerte, dijo: “Como ser humano soy una especie de antología de contradicciones y errores. Pero tengo sentido ético. En fin, no espero ni castigos ni recompensas. El cielo y el infierno me quedan grandes”. ¿Lo espera el purgatorio entonces?, le preguntó el entrevistador, y el autor de Utopía de un hombre que está cansado respondió: “No, ninguna de las tres cosas. Espero desaparecer definitivamente. Y espero además no ser recordado. ¿De qué me sirve morir si van a seguir pensando en mí?”.