Ventana de la puerta cerrada.
En lugar de asomarse y recargar sus codos para soltar los endebles hilos del papalote de la imaginación hacia la neblina del cielo, volteó a mirar hacia dentro de la casa, para ver lo que tenía hasta donde la vista alcanzara. Lo que más quería lo tocaba con sólo estirar el brazo y alargar la mano. Cada cosa estaba en un lugar apropiado. La chimenea lucía repleta de leños, la alfombra roja se estiraba impecable, blancos canarios gorjeando bajo la sombra del balcón, la reproducción de una pintura de La última cena colgada en el comedor, los platos y platones del inolvidable viaje de su luna de miel por Europa, un reloj suizo que daba cada hora con alaridos de pájaro acosado por cazadores insolentes. También, la colección de esculturas de su exótico viaje al África agreste: senos de flotante ébano, glúteos derretidos en cera negra, pubis encrespados, rizos de borregos hirsutos en abundantes cabelleras, penes colgantes relucientes, testículos de nueces otoñales. Volteó la mirada hacia su derecha, la avergonzaron las arañas que anidaban en las altas vigas de cedro y que tejían translúcidas redes. A su lado izquierdo aparecía un enorme lugar para la nostalgia, entre los cuadros de graduaciones escolares colgaban vistosas fotografías: cuando la abuela salió del hospital, el último parto de la hermana, el paseo en un viejo tranvía y el chapuzón en la alberca. Sobre su cabeza giraba como un helicóptero endemoniado el viejo ventilador de techo de apolilladas aspas de mimbre. A las seis y media de la tarde, cuando su esposo tocó la puerta después de un arduo día de trabajo, se levantó de la mecedora, se encaminó a la entrada y se detuvo. Ella ya no quiso abrir; para qué, si todo lo que había reunido a lo largo de su vida estaba adentro. Las cosas más amadas estaban allí, cerca de ella. Esa noche la puerta había quedado cerrada para siempre.
Manuel Antonio Santiago.
Foto de Víctor León.