*De Marilyn Monroe: “En Hollywood te pueden pagar 1.000 dólares por un beso, pero sólo 50 centavos por tu alma”. Camelot.

LA ETERNA MARILYN

Marilyn Monroe murió un día nefasto. Hollywood entró en un luto eterno. Uno de sus símbolos, se había ido. Ese mismo día nació su leyenda y su inmortalidad. No hay día que no se encuentre algo de ella en las redes del mundo. Lo mismo biografías, que aún no terminan de dilucidar si se envenenó, o la envenenaron, como mucho se le achacó al mafioso director del FBI, J. Edgard Hoover. Amante de los Kennedy, y enamorada del presidente, constantemente se oye en las noticias de aquel canto en el cumpleaños presidencial, del famoso “Happy Birthay, Míster President”, media happy, con su vestido apretado y sin ropa interior, como solía presumir que así vivía vestida. Encuentro ahora en una nota del diario El País, que un fotógrafo, amigo de ella, subastará 150 fotos inéditas, tomadas un junio de 1962, para la revista Cosmopolitan. No salieron a la vista. El País: “Ahora, en el 55 aniversario de la muerte del sex symbol por antonomasia, la casa de subastas online Paddle8 vende al mejor postor 150 fotos de aquella sesión que Barris vendió personalmente a un coleccionista privado, muchas de ellas inéditas. Tiene un precio estimado entre los 8.000 y los 24.000 dólares. De Marilyn, leí un día de 2006, un tremendo escrito en homenaje a ella, por el gran Manuel Vicent. Lo comparto.

MARILYN (MANUEL VICENT)

“Nora Barnacle, la mujer de James Joyce, nació en Galway, una ciudad asomada a los acantilados del oeste de Irlanda. En su casa convertida en un pequeño museo, entre otras tarjetas, folletos y carteles de recuerdo los visitantes pueden comprar una foto de Marilyn Monroe leyendo el Ulises, la más intrincada cumbre de la literatura universal. La foto está hecha en Long Island, Nueva York, en 1954. Marilyn aparece sentada en un tobogán de la playa, en un traje de baño explosivo, con los labios entreabiertos, embebida en la lectura, con la mirada de miope un poco perdida en la página. Tiene el pesado volumen de tapas duras apoyado en las rodillas, abierto por el último capítulo en el que Molly Bloom a altas horas de la madrugada, mientras espera a su marido en la cama, libera toda suerte de pensamientos obscenos en el famoso monólogo interior. Por la expresión de su rostro se nota que Marilyn ni entiende lo que lee ni le importa nada lo que le pasa a esa mujer. En el momento en que se hizo esta foto Marilyn estaba enamorada de Arthur Miller, con el que ya vivía una pasión clandestina. No creo que este dramaturgo la forzara a leer el Ulises de Joyce, una cima tan difícil de escalar, para medir el nivel de su inteligencia. Parece más bien que la propia Marilyn se hubiera impuesto el reto de llegar hasta el final del libro para demostrar que era capaz de realizar semejante hazaña, bien por amor o por hambre desordenada de cultura. El sacrificio de leer el Ulises de Joyce, sin importarle nada, sólo tenía sentido como inmolación ante aquel amante al que creía superior, pero Marilyn sabía de la vida más que Joyce, más que Molly Bloom y más que el propio Miller. Fue una niña abandonada por su madre, una adolescente violada, una chica de calendario para camioneros, que pasó de los brazos del bruto y celoso héroe nacional Joe di Maggio a los de Arthur Miller, un judío intelectual neoyorquino, convertida siempre en pieza de caza mayor, para acabar zarandeada por dos ciervos de catorce puntas de la familia Kennedy hasta la muerte. En esta tarjeta postal Marilyn parece dispuesta a sorber todo el fluido interior de Molly Bloom que arrastra grumos lascivos de su subconsciente abierto a un sexo cenagoso. No obstante, a Marilyn se la ve pura, perdida, transparente, sometida a una prueba inútil: tener que leer el Ulises de Joyce para presentarse ante el amante intelectual con la lección aprendida, cuando ella se la sabía de memoria sin literatura simplemente por haberla vivido”.

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