No había escapatoria. El fuego inundaba todo espacio del entorno. El calor era insoportable. El humo asfixiante tenía la cara de la muerte. Tomaba en sus brazos el fuego cada rama y cada hoja seca. Crujía la hojarasca cuando el fuego la convertía en oscura ceniza. No había escapatoria para todo ser vivo. Cercados por la cortina de fuego buscábamos la salvación mirando al cielo. Benditas las aves que pudieron volar a tiempo. De repente la lumbre, el humo y la angustia se hermanaron para exterminar todo a su paso. No había escapatoria, corta vida para quienes por desgracia estábamos ahí. El fuego empezó primero súbitamente, luego el naciente fuego se extendió con rapidez navegando en el lomo del viento. Seguramente mi abuela se enojaría conmigo por morir sin su permiso. El fuego se seguía comiendo toda yerba con violencia. El fuego avanzaba sin piedad. El potrero seco animaba más al fuego en sus propósitos. Liberamos rápido aquellas mariposas de colores que habíamos atrapado. Impulsamos el vuelo de las mariposas lanzándolas al viento. Algunas cayeron chichinadas de inmediato, otras tal vez alcanzaron de nuevo la vida. Corrimos espantados, para desgracia, de frente al viento que traía las lenguas de fuego a galope. Humo y lumbre habían formado un cerco impenetrable. Con los ojos enrojecidos y una tos espasmódica, corríamos sin sentido y no encontrábamos la salida. Gritábamos convencidos de que cada uno de nosotros tenía a la vista la salida. ¡Por aquí!, se oía un grito. ¡Por allá!, se escuchaba otro grito. Nuestros cuerpos se veían como siluetas oscuras en el laberinto enredado de una muerte segura. El humo, el fuego y el viento, en franco contubernio invadían el potrero matando todo a su paso. De repente, entre el ruido del infierno del fuego, se oyó el tropel de animales de tierra que corrían siguiendo ese instinto que tienen y que el hombre en ansia de cultura lo ha perdido irremediablemente. Corría el “Volcán”, ese hermoso toro blanco cebú que era el orgullo del abuelo. Corría la “Petraca”, aquella vaca suiza que por las mañanas no podía caminar por la hinchazón de la ubre atascada de leche tibia. Junto con ellos, cientos de animales se acompañaban en la huida. No podía ser este éxodo una casualidad. Vacas, comadrejas, caballos, gallinas de guinea, ratas de campo, tlacuaches, lombrices de tierra, y hasta nosotros, corríamos con ellos en pos de una salida. Solo la culebra, consumida por el odio natural de haber sido condenada a vivir arrastrándose pagando la culpa del pecado original, se quedó a pelear con el fuego, y nunca más la volvimos a ver. Por fin salimos ilesos de la línea de fuego. Alejados ya del campo de muerte, las familias nos esperaban con agua y mantas. El patrón estaba muy molesto, nos reprendió por estar ahí. Pero lo cierto es que nunca supimos que se iba a quemar el terreno para fertilizarlo, nadie nos dijo nada, y ni el guardarayas se había hecho. Al otro día de la quema, se hizo el ritual de purificación acostumbrado para pedir a Dios y a Juan del Monte que concedieran buena cosecha a la comunidad. Emilia Perata, la chamán del pueblo, acompañada de una muchedumbre de pobladores llegó al lugar. La chamán se veía impresionante con ese batón blanco y el pelo canoso desgreñado sobre la frente y los hombros. Una vara quizás moribunda lanzó el último quejido lastimoso cuando la chamán pisó su cuerpo deshecho por el fuego. Alzó los brazos la chamán viendo al cielo y dijo: ¡Señor, dale fuerzas a nuestra madre Tierra para que le salgan buenos frutos de su vientre, danos la paz Señor!, de nuestra parte bien sabes que por siempre seguiremos tu sagrado camino, gracias por tus bendiciones. Bajó los brazos la chamán y todos aplaudimos con alegría. Pero quizás olvidando algo, la chamán volvió a levantar los brazos y todos callamos con extrañeza. Y con voz cavernosa, volvió a dirigirse a Dios diciendo: ¡Olvidaba darte las gracias Señor por salvar a estos cuatro chamacos “pendejos” que estaban donde no deberían estar, gracias Señor! Y todos rieron. ¿En verdad era necesario que la chamán, Emilia Perata, esa vieja de cara enjutada, apestosa a peyote y aguardiente de sotol, abriera su gran boca chimuela para molestar al Señor con semejante estupidez? Gracias Zazil. Doy fe.