Antes de continuar con el contenido de esta columna, quiero anotar dos cosas que es importante que los lectores conozcan. La primera es que esta columna debió aparecer ayer domingo, pero el sábado me sentí indispuesto. Ese día es en el que regularmente estoy tratando este tipo de temas como el presente, quizá menos trascendentes –para mí no lo son, aclaro-, pero que sé para mucha gente revisten una importancia superior. La segunda es que se las dedico muy sentida y afectuosamente a tres grandes y queridos amigos, con los que guardo una especial comunión, y debilidad también, me refiero a la profunda devoción por los animales, en especial por especial por esos amigos incondicionales que son los perros, y me refiero a Brenda Caballero, Salvador Muñoz y Ernesto Aguilar Yarmuch.
Desde muy chico he sentido una especial atracción por los animales. He atrapado y jugado con una variedad increíble de seres vivos, he observado su comportamiento e, intrépidamente los he desafiado, como ha sido el caso de alacranes y víboras, y me estoy refiriendo exclusivamente en el caso de los primeros a los de cola larga con aguijón, y en el de los segundos, a los que tienen aros rojos, amarillos y negros. He tenido en casa desde sapos, ranas, tortugas, galápagos, arañas capulinas, repito, alacranes, viborillas, tarántulas, cangrejos, grillos, lagartijas, moscones, lagartos, lombrices, chapulines, abejorros y, por supuesto, en alguna época de la vida liendres, piojos y garrapatas.
Pero los animales que en verdad han atrapado mi alma, vida y corazón son los perros, esos cuadrúpedos increíblemente inteligentes que se dan a querer a cambio de casi nada, si acaso de comida y un espacio para estar, si es cerca de uno mucho mejor, ¿adivinaron?, me refiero a los perros. A lo largo de la vida he tenido una variedad de perros, desde los falderos, hasta pastores y de capacidades olfativas superiores como el Setter irlandés, el Labrador y el Pastor alemán. Jamás he conocido a un cazador tan feroz y letal como el Dachshund, conocido más comúnmente como perro salchicha.
Los perros deberían ser eternos, pero por algo la naturaleza solo les concedió un umbral de vida que no rebasa los 20 años. Por algo será que no alcanzó a discernir una vida tan corta a nuestros queridos amigos. Entre los perros y los gatos confieso que me decanto más por los primeros que por los segundos, pero debo decir también que recogí de la calle una preciosa gata siamesa muy desapegada de mi cariño, que lo quiere a uno cuando se le pega la gana, caprichosa, extremadamente comunicativa con sus maullidos, que ha visto crecer a mis hijos desde su adolescencia, y ha soportado su alejamiento en razón de que se tuvieron que ir de casa para estudiar en el altiplano.
Hace unos días cayó de casualidad un libro que es una recopilación de cuentos e historias sobre 12 perros. Esta compilación de cuentos protagonizados por perros (Dejar huella. Perros de papel, de la memoria, de la imaginación, ediciones Cal y arena, 2017), fue preparada y prologada por Anamari Gomís es un libro que le recomiendo mucho a los irremediablemente amantes de los perros como los queridos amigos que mencioné al principio. Hay algo en un servidor que conecta con el adagio de Augusto Monterroso, en donde asegura que sólo hay cuatro temas importantes: el amor, la muerte, las moscas y los perros. Agregaría a este catálogo a mis hijos, a mi mujer y a la familia.
Dice uno de mis narradores favoritos, Rafael Pérez Gay, que “un perro sólo es verdaderamente nuestro cuando estamos convencidos de que está a punto de hablarnos de su vida”, así me ha pasado en mi experiencia cuando menos con una maravillosa Pastor alemán (Gala) y un inteligentísimo Labrador chocolate (Koda). Por último, nuestro gran Premio Cervantes 2005 participa con Sacho, su perro metido en una ficción muy memorable entre Roma y El Vaticano.
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