De muchas cosas me arrepiento en la vida, de algunas más, de otras menos. Una de las que más me arrepiento es no haberme atrevido a hablarle a Sergio Pitol las dos o tres veces que me lo encontré caminando por el centro de la capital. Fueron tres veces a lo más, me topé con él quizá por la calle de Zamora, tal vez por Mata, y a lo mejor una vez más en Enríquez, en el cruce de Primo Verdad.
Qué tonto fui, simplemente lo hubiera saludado para manifestarle mi admiración y, tal vez también, le hubiera platicado que su tío –que era como su padre- el Dr. Luis Demeneghi Buganza compartió pupitre con mi padre en el jardín de niños de la escuela cantonal de Huatusco, allá por 1916, hace poco más de cien años. Casi nada.
No sé por qué no lo hice, engarrotamiento involuntario, cohibimiento, ofuscación… no sé pero son de esas cosas en donde lamento mi falta de arrojo. La verdad es que ningún trabajo me hubiera costado, ya es demasiado tarde, Sergio murió, y de nada sirve arrepentirse. De lo que estoy seguro es que conociendo a su primo Luis, tampoco le hubiera pedido que me lo presentara, hubiese sido demasiado alevoso y me hubiera visto interesado de sobre manera.
Pero, bueno. Murió Sergio y con su muerte México perdió a un escritor de talla universal del que su obra literaria no ha sido, aun, suficientemente valorada. No soy de ninguna manera un especialista en la literatura de Sergio, pero basta haber leído tres de sus libros para haberse dado cuenta de que la literatura de Sergio era diferente a la de cualquier otro escritor mexicano, el que me digan. Tal vez equiparable a la de Paz en cuanto a mexicanos, y a la de Borges, en cuanto a latinoamericanos. Pero, me parece, y esa es mi modesta percepción, en Sergio había mucho de un estilo como el de Joyce. Lo que quiero decir es que de no haberse sabido que era mexicano, cualquiera hubiera pensado que era irlandés o británico.
Y creo definitivamente que la circunstancia que moldeó el estilo literario de Sergio fue el haber vivido alrededor de 25 años en Europa. Necesariamente esos años debieron haber influido en su escritura. Vivió como diplomático, viajero y (auto) exiliado. En un periplo que lo llevó de París a Varsovia, pasando por Budapest, Roma la eterna, Moscú, Praga, Berlín, Madrid y Barcelona, entre otros puntos y ciudades del viejo continente que ahorita se me olvidan, pero que no hubiera sido raro que también pasara por Ankara, Viena, Ginebra, Atenas o Belgrado, pero también Córdoba, Xalapa, Orizaba, Potrero y San Cristóbal. Imaginemos esos lugares en el tiempo viajando por tren, carretera o barco o en ADO. De la buena, pero qué envidia.
Y bueno, para que sea doble la envidia, a Pitol le gustaba leer teatro, le encantaba la ópera, era un sibarita, y después Faulkner, Woolf, Joyce, Grombowitz, Von Doderer, Shakespeare, Kafka, Mann, Proust, Shaw, Beckett, Wilde, T. S. Elliot… Y luego traducir, qué capacidad, dedicación, paciencia, lectura, relectura, una lupa, un diccionario, puf.
Terminaría con dos frases de Pitol que lo pintan de cuerpo entero, de la primera de ellas debí haber aprendido, me arrepiento haberme vuelto tan hermético incluso para relacionarme con un Premio Cervantes, perdón, pero qué idiota, va la primera: “Haz mucha vida de bares, platica con desconocidos y no tengas miedo de ser inoportuno… conoce mucha gente diferente a ti y, si no tienes nada qué decir… háblales de Toña la Negra y verás cómo se interesan”. Le hubiera hablado de su tío, el amigo de la infancia, y de toda la vida, de mi padre.
Finalmente, del “El arte de la fuga”: “Yo me aventuro a decir que soy los libros que he leído, la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastante fastidio. Uno es una suma mermada por infinitas restas. Uno está conformado por tiempo, adicciones y credos diferentes”.
Yo soy todo ello, más las películas que he visto.
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