Ahora que se nos atravesó la inesperada –al menos para mí- partida de Sergio Pitol, me vi obligado a echarme un clavado a las cajas en las que guardo los libros de la biblioteca familiar, para buscar uno de los tres o cuatro títulos que tenemos en casa del escritor. Era, es, obligada una relectura para redescubrir algunas de las claves encriptadas que hay en la literatura del gran Sergio.
Y el primero que encontré fue ‘El viaje’, publicado por la editorial Era en el 2000. Parece que es parte de una colección especial de Era, la 40, y en ese libro, que además se lee en “dos patadas”, el escritor hace una crónica de un viaje de dos semanas que aparentemente realizó en el año de 1986, por la todavía en aquel entonces Unión Soviética, unos años antes de su disolución a partir de la desanexión de las quince repúblicas que formaban parte de ese gran Estado federado de Europa del Este, ubicadas en lo que podríamos llamar la región del Cáucaso u Oriente próximo.
‘El viaje’ es un delicioso relato salpicado de vivencias, anécdotas, un periplo que recoge encuentros con amigos, escenas, escenografías, paisajes, lugares, museos, terminales aéreas, de autobuses, de trenes, parques, y que “fotografía” con una extraordinaria nitidez el ambiente gélido a pesar de los calores veraniegos que se podía percibir en algunos países de detrás de la cortina de hierro, en donde imperaba el socialismo como forma de Estado.
El libro relata pasajes de la vida de Sergio ocurridos apenas hace una treintena de años y, ¡caray!, parece que está hablando del medioevo, es una instantánea de aquel mundo que las nuevas generaciones no imaginaron que hubiera existido alguna vez, pero que sin embargo existió. Es como la crónica de un mundo perdido del cual el mundo ya no quiere ni siquiera acordarse, mucho menos los que alguna vez fueron soviéticos y los representó la bandera roja coronada por la hoz y el martillo –y una estrella-, símbolos de los obreros y los campesinos de la revolución rusa.
Termino recuperando los últimos fragmentos de ‘El viaje’, en donde Sergio recrea parte de su juventud en los patios anexos al ingenio El Potrero, en donde jugaba entre montañas de bagazo de la caña, y también fantaseaba de vez en cuando: “Un día apareció un chico, unos cuatro años mayor que yo, un absoluto extraño. Era Billy Scully, recién llegado a Potrero. Billy era hijo del ingeniero en jefe del ingenio, y se convirtió, desde el primer momento, en un caudillo nato, pero jamás un tirano, a quien todos admiramos al instante. Ante la firmeza de sus movimientos y la libertad que emanaba de todo su ser, me sentí aún más disminuido. Me preguntó que quién era yo, cómo me llamaba”.
-Iván –repondí.
-¿Iván qué?
-Iván, niño ruso
Termina Sergio su relato diciendo que el cuento no se lo tragó Billy, por supuesto, y rememora en este último pasaje del libro que de joven había sido dado a la mitomanía, problema que dice se le acrecentaba cuando, según él, se tomaba unas copas. Recupero esta anécdota porque el famoso Billy del que habla fundaría años más tarde en Córdoba junto a Othón Arroniz el periódico El Mundo de Córdoba, y en cuanto a su mitomanía pasajera, el que esto escribe confiesa que también en una etapa de su vida temprana, a los seis años quizá, también le dio por fantasear e inventar historias. Así, una vez que dejé de ir a clases de piano porque ya me había aburrido el método de la maestra, después de un tiempo de andármele escondiendo a la susodicha por la pena de haber dejado tiradas sus clases, me le volví a aparecer después de un tiempo en su casa diciéndole que no era yo, que era un hermano gemelo de Marco Aurelio. Por supuesto, Santitos Osorio, que así se llamaba la estoica maestra, no se tragó el cuento, me dio por mi lado siguiéndome la corriente de que no era yo el que en realidad ella creía que era. Hasta me mandaba a saludar con mi ficticio hermano que en realidad era yo mismo.
Cosas de cuando es uno chamaco.
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