La esencia más importante del hombre es el recuerdo. Quién es, qué hizo, es todo aquello que le da identidad. Yo sé que soy yo, es lo que me da existencia como persona. El tiempo tiene color. Todo tiempo tiene su propio color. Cada hecho y cada persona quedan entretejidos en los espacios del tiempo. Los tiempos de alegría tienen el color del sol, el brillo del rocío, el blanco permeable de la espuma, y la sonoridad de las cuatrocientas voces de aquél hermoso pájaro cenzontle que le canta con gran sentimiento a la vorágine del viento. En esos días de felicidad podemos ver la belleza inmaculada de la vida y del universo. Los tiempos de angustia no tienen color, no tienen luz. Esos tiempos de zozobra tienen la penumbra de la oscura boca de lobo que celosamente no deja pasar los rayos del sol. Un día, con mucha luz, fue sin duda cuando Margarita y Carlos Darío se encontraron por el camino de la vida. Esa posible mirada de inolvidable complicidad y de amor, adelantó un mundo que vendría lleno de color. Hoy, a la distancia de aquél día, Margarita y Carlos Darío siguen juntos y felices evocando aquellos tiempos. Y podríamos jurar que Margarita y Carlos Darío no han perdido esa mirada de complicidad que los ha mantenido juntos y tan felices como aquél primer día. Cuando Carlos Darío oyó por primera vez la voz de Margarita, entonada en una canción, quedó atrapado para el largo devenir de los tiempos. Así es como el tiempo colorea a los hechos y a las personas con instantes que pueden durar más allá del tiempo de vida. Pero, en doloroso contraste, evoco un mundo tenue, pálido, y borroso, cuando varios hombres armados se llevaron a mi padre. Con ocho años de edad y subido en la rama de un árbol, no pude hacer nada, pese a que fui testigo de todo. Así que ese día, todo el día, y a partir de ese día, tuve el pecho oprimido por el odio, siempre con la esperanza de que mi padre volviera. Así el tiempo encapulló aquél hecho quitando el color y la luz del sol. Pero al pasar a otras páginas del libro de la vida, evoco un día lleno de sol, de color, de un arcoíris con sus dos ollas de oro, con alegría que da vuelcos del corazón. Esa felicidad es por la llegada de Briseida, que con esos gritos nos dice que es una mujer, que ya llegó, que le abran espacio y camino en este mundo. El nacimiento de Briseida tiene el color del sol, es un día pleno, lleno de luz, de ternura, de regocijo, de misticidad, de color intenso, de hermosas pecas que rodean sus ojos. Cierro el libro de la vida, pero lo vuelvo a abrir porque la página 456 quedó estrujada al cerrarlo. Pero veo que esa página me remite al momento en que escribo estas líneas. Sí, tengo noventa años. Es de madrugada, a esta hora siempre acostumbro dar gracias a Dios por tenerme respirando en este mundo de los vivos. Si Dios cambiara de opinión, tendría que negociar conmigo, porque la vejez me ha dado algo que antes no tenía: necedad. Tal vez a Dios se le olvidó ordenar mi partida. Por mí que bueno que Dios, semejante a mí, tenga también algo de amnesia. A esta edad no me duele algo en especial, me duele todo. Pero ahora camino más rápido. Es que antes tenía dos piernas, hoy tengo tres. Dos piernas de aquellos tiempos, una más hoy a la que le llaman bastón. Y si algo más me ha dado la vejez, es que puedo evocar más tiempo de vida, porque he vivido más. Cuando se llega a viejo hay que preocuparse menos, porque es menos lo que uno puede hacer. Gracias Zazil. Doy fe.