Julio, un mes ambivalente para la literatura, injusto y aciago. En este mes nació y murió un héroe de las letras universales y de otras guerras: Ernest Hemingway. Mes bipolar, julio. Fausto y vil. Como el vino, que decía Borges y que el autor de El viejo y el mar bebía a raudales, en la noche del júbilo o en la jornada adversa / exalta la alegría o mitiga el espanto.
Cinco meses antes de darle la bienvenida al siglo XX, el viernes 21 de julio de 1899, Ed Hemingway salió aprisa con una trompeta en la mano a la puerta de su casa de Oak Park, un pueblo al oeste de Chicago, y con efusividad tocó las fanfarrias que anunciaban el nacimiento de su hijo a quienes después los amigos llamarían Papa. Pero el padre de Papa, a quien bautizó como Ernest, no alcanzó a ver el encumbramiento de su hijo como uno de los más grandes y excéntricos escritores del siglo de las calamidades. Eso porque el joven Hemingway estaba por cumplir los 30 años cuando Ed se dio un tiro en la sien. Tampoco le tocó ver los excesos de su fama de bebedor, pendenciero y golpeador ni el eclipse del autor de Por quién doblan las campanas. La desesperación producida por el alcohol y la depresión –decía que era un estado permanente de ida y vuelta, porque uno lo llevaba a la otra y viceversa– condujeron al Nobel de Literatura (1953) a repetir, tres décadas después, el acto suicida de su padre: la madrugada del domingo 2 de julio de 1961: se puso una escopeta de dos tiros en el paladar (otros dicen que en la frente) y jaló el gatillo volándose la tapa de los sesos. A más de medio siglo del suicidio de Ernest Hemingway, el eco del escopetazo todavía retumba en los oídos de sus admiradores. Los lugareños de Cojimar, por ejemplo, donde el escritor norteamericano estableció su residencia cubana, atribuyen una mágica aura a la vieja finca habanera La Vigía y aseguran que, en más de una ocasión, han visto vagar por la hermosa casona el fantasma del autor de Adiós a las armas. La isla, a la que llegó a vivir en 1939, y sus frecuentes salidas a fondear el Caribe en el legendario yate El Pilar, le inspiraron su relato autobiográfico Islas en el Golfo y una de sus más aclamadas obras: El viejo y el mar, un clásico de 26 mil 531 palabras basado en el capitán de su yate, Gregorio Fuentes, quien murió en 2002 a la edad de 104 años en Cojimar, donde conoció al escritor cuando le brindó auxilio durante una tormenta, luego se hizo su capitán en El Pilar y no se volvieron a separar hasta que Hemingway se mudó a Big Wood River, donde el autor de Los asesinos, el mejor de sus cuentos clásicos, terminó con una vida aciaga y fausta, como julio, el mes en que nació y murió. Don Gregorio –el viejo del mar– esperó el final de sus días sentado en una mecedora mientras ofrecía a los turistas historias de Hemingway en 100 dólares la media hora. Pero en Cojimar, donde los pescadores, al enterarse del suicidio del escritor, juntaron sus tuercas y el bronce de sus equipos de pesca y le hicieron un busto que todavía ahora mira al mar, todos tienen su historia en torno a Hemingway, todos tienen un padre o abuelo que lo conoció. Nadie quiere quedar fuera de la trama de yanqui bondadoso y alegre. Ni los cubanos de toda la isla, que todavía lo consideran como una gloria nacional. Hasta los meseros del bar habanero El Floridita, otro de los sitios santos junto con La Bodeguita del Medio pisados por Hemingway. Aunque el buen Ernest decía, tal vez mintiendo, que le hubiera gustado que se le recordara como escritor y no en las varias facetas de su personalidad, la verdad es que la fama de su vida iguala la de sus novelas. Ernesto, cantinero del Floridita –a quien su abuelo, también cantinero del mismo bar en aquella época, le puso el nombre del “yanqui bueno”–, mientras prepara un daiquirí, cuenta anécdotas que hacen cambiar cualquier criterio sobre el escritor. Basado en las narraciones de su abuelo, el cantinero de marras cuenta: “Hemingway venía todos los días a las doce y media. Se sentaba ahí”, y señala un rincón donde hay un horrendo busto de bronce del escritor. “¿Por qué a las doce y media?”, pregunta el parroquiano. “Hombre, chico”, responde el cantinero, “también tenía que escribir”. Hemingway, prosigue el cantinero, se levantaba al alba, como sus personajes de El viejo y el mar, y escribía de seis de la madrugada a doce del día, en que satisfecho se iba al Floridita y le pedía al barman varios daiquirís, de los clásicos, y los bebía pausadamente hasta que se iba a comer para prolongar la borrachera que terminaba a eso de las diez de la noche. Tal vez, dice los críticos, en ese estado beatífico alcohólico se encuentra el origen del estilo duro y conciso de Papa Hemingway. En 1999, justo el día en que el mundo de las letras celebró el centenario del nacimiento de Hemingway, Silvia Isabel Gámez escribió en Reforma y que el autor de Al otro lado del río y entre los árboles no puede ver todavía cumplido el deseo que formuló en 1950: “Quiero presentarme como un escritor; no como un hombre que ha estado en las guerras, ni como un luchador de bar, ni como un cazador, ni como un apostador de caballos, ni como un bebedor. Me gustaría ser un buen escritor y ser juzgado como tal”. Y es cierto que cuanto se ha escrito y dicho de Hemingway, de ese escritor disciplinado, tímido e inseguro para unos, aventurero y bravucón para otros, para quien un buen día de trabajo equivalía a un promedio de 600 palabras escritas y la punta gastada de siete lápices y que prefería construir sus obras de pie porque consideraba que “escribir y viajar ensanchaba las asentaderas”, la mayor parte se refiere a su vida y no a su literatura, menos aún a esa verdad hecha de experiencia y pasión y que consideraba un deber que el escritor está obligado a alcanzar. Su biógrafo Yuri Páporov no dudaba que el mundo desconoce los últimos renglones dejados por Hemingway y los compartió con el mundo. Cuenta que a mediados de abril de 1961, en su primer intento de suicidio, había escrito apenas unas palabras: “¡Después de todo hay que morir!”. Aquejado de síndrome de ansiedad depresiva, sin fuerzas para trabajar debido al tratamiento prescrito de dos electrochoques a la semana, el Premio Nobel cumplió la madrugada del domingo 2 de julio de ese año su propia máxima: “Se puede destruir a un hombre, pero no vencerlo”. Quizá por eso, en aquel 1999, junto al estreno en La Habana de la Sinfonía Hemingway, de la compositora cubana Lucía Huergo, el mundo de los letrados participó con un solo de escopeta por el nacimiento de Ernest, el Papa Hemingway. Tal como hoy.

Mira que se acerca un león y dispara

Se llamaba Ernest y con su escopeta Boss, con la que solía cazar perdices, se voló la tapa de los sesos. A más de medio siglo después del último disparo del gran cazador de tigres, leones y elefantes, doblan las campanas por el autor de Adiós a las armas, novela cimera del Premio Nobel de Literatura en la que escribió: “El mundo mata a quienes no se doblegan. Mata con imparcialidad a los muy buenos y a los muy suaves y a los muy valientes. Si no perteneces a ninguna de estas categorías puedes estar seguro de que también te matará, sólo que no tendrá ningún apuro en hacerlo”. Entonces, ¿cómo evitar que el mundo se salga con la suya? En rigor no hay más de dos caminos: matándose uno mismo o escribiendo libros perdurables. Y Hemingway, el indómito, eligió los dos: el camino de la escritura perpetua (“Ese vicio que sólo la muerte puede interrumpir”) lo anduvo hasta el 2 de julio de 1961, cuando se decidió por el último disparo en su casa de Ketchum, Idaho. El otro, el de la decisión de disponer de los hilachos de su vida (tras dos ingresos en la Clínica Mayo para tratamientos de electrochoque por accesos de locura, insomnio y pérdida de memoria) estaba resuelto desde que un periodista le preguntó por el nombre de su sicoanalista y él, Ernest Miller Hemingway, Papa, sin titubear le respondió: “Remington”, como decir Boss. Ese domingo se levantó con la luz del día, cuando todavía Mary dormía. Murió cuando ya nadie lo esperaba, pues dos veces lo habían dado por muerto en accidentes de aviación. En ocasión del centenario del nacimiento del autor de Por quién doblan las campanas, el escritor argentino Abelardo Castillo lo definió en el Clarín como gran cazador, corresponsal de guerra, amante de Marlene Dietrich, alcohólico, pendenciero de taberna y pescador de aguas profundas que armó a su alrededor la imagen del americano bárbaro, que diseminó en sus libros y que los periodistas y los fotógrafos ayudaron a perfeccionar; el teniente Hemingway, a quien le extraen del cuerpo más de doscientas esquirlas de granada, el héroe que gana la medalla de plata al valor y la Cruz al Mérito, el combatiente por la República Española, el soldado de Normandía o el que se adelanta a las columnas del general Leclerc y por poco libera a París él solo, “fueron o no fueron Hemingway, pero ese personaje construyó su biografía y casi sepulta su literatura”, completaba Castillo. Edmund Wilson, que admiraba la obra del autor de El viejo y el mar, llegó a decir que precisamente ese Hemingway, el hombre público, es el tipo peor inventado por Hemingway, y tal vez sea cierto, porque uno tiene la impresión de que Hemingway no guerreaba, ni pescaba, ni cazaba por necesidad vital, por brutalidad o por diversión, sino que lo hacía para escribir sobre ello. Si Roberto Arlt escribió para aprender a vivir feliz, Ernest Hemingway vivió como un desdichado para aprender a escribir. Pero ¿cuál de esas máscaras sobrevive con más fuerza? Gabriel García Márquez lo despidió un día después de su muerte, justo a su llegada a México, con un sentido texto (Un hombre ha muerto de muerte natural) en el que escribió que Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: “Un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida”. Para Mario Vargas Llosa “es posible que el Hemingway de carne y hueso fuera un ser caprichoso, desconsiderado y de impulsos siniestros, pero escribió Adiós a las armas”. Fue públicamente un héroe y privadamente un hombre que le temía a la muerte, escribió el poeta Juan Gelman, alguien que se arriesgaba porque no se permitía el miedo, que se desafiaba a sí mismo. En cambio, Borges, sin hacer explícita la referencia a Hemingway, dijo: “Los escritores norteamericanos han hecho de la brutalidad una virtud literaria”. Norman Mailer escribió que cada vez que la vanidad física de Hemingway sufría una derrota, se sentía obligado a embarcarse en una nueva apuesta existencial con su vida: “La mayoría de los hombres –decía Mailer en ocasión de la muerte del escritor de la generación perdida— encuentra una pasión muy profunda en buscar una manera de escapar a su tortura privada y secreta. Es poco probable que Hemingway fuera un hombre valiente que buscara peligro por el solo hecho de experimentar las sensaciones que le proporcionaba. La verdad más probable sobre su larga odisea es que haya luchado con su cobardía y contra un anhelo secreto de suicidio durante toda su vida, que su panorama interior fuera una pesadilla y que se pasara las noches luchando con los dioses. Incluso puede ser que el juicio final sobre su obra llegue a la noción de que lo que no podía hacer era trágico, pero que lo que sí lograba era heroico, ya que es posible que, día a día, cargara un peso de ansiedad dentro de él que habría sofocado a cualquier hombre de menor tamaño”. Hemingway se esforzaba por aprender el arte de escribir comenzando por las cosas más simples; y una de las cosas más simples y fundamentales de todas, decía, es la muerte violenta: “Una vez que se acepta la regla de la muerte, ‘no matarás’ se convierte en un mandamiento que se obedece fácil y naturalmente”, escribió el autor de Muerte en la tarde y completaba: “Cuando un hombre se halla aún en rebelión contra la muerte, siente placer en arrogarse uno de los atributos divinos: el de quitarse la vida. Si no puedo existir como yo quiero, la existencia es imposible. Así es como he vivido y así es como debo vivir o no vivir”. No habrá ninguna biografía definitiva de Hemingway hasta que se entienda mejor la naturaleza de su tortura personal. Para Mailer es posible que Hemingway viviera cada día de su vida como al borde del suicidio: “Qué miedo inmenso es ése –escribió el autor de Los hombres duros no bailan—. Es el miedo que se instala en los silencios de sus frases enunciativas cortas. En el momento menos pensado, por alguna falla de la magia, por una derrota insignificante o por un momento de cobardía, Hemingway podía ser arrojado una vez más a las existencias agonizantes de su coraje. Ya que la vida de su talento debió de haber dependido de la vida en un terreno psíquico donde uno o bien debe ser valiente más allá de los propios límites o bien padecer una enfermedad seria; o, en realidad, por la lógica suprema del suicidio, debe adelantar la hora en la que uno haría otro reconocimiento de la muerte propia”. Hemingway le llamaba regla de la muerte a lo que debió llamar regla de la vida, aunque él no haya llegado al punto de aceptarla como mandamiento. Hijo de la nación más poderosa de la Tierra, un día, por fin, el Nobel de Literatura descubrió por qué quería escribir como lo hizo: “Un país, a la larga, se gasta y el viento se lleva el polvo de la erosión, la gente se muere y nadie tuvo importancia, excepto aquellos que ejercieron las artes. Mil años vuelven insignificante la economía, pero una obra de arte perdura eternamente”. Y eterna es su obra y no su nacimiento o su muerte.
Aún así, este 21 de julio volverán a doblar las campanas en la casa de los Hemingway en Oak Park, Illinois, donde hace 118 años el patriarca de la familia tocó las fanfarrias con su corneta para festejar la llegada de un hijo varón: Ernest. Hoy también recordamos su ausencia desde un 2 de julio de hace 56 años, cuando se levantó, se puso una bata que le gustaba particularmente (“La túnica del emperador”, le llamaba), salió de la habitación cuidando de no hacer ruido para no despertar a su esposa, Mary Welsh, y va al cuarto donde guarda sus armas. El hombre de 62 años poseía más de veinte, entre rifles, pistolas y escopetas. Eligió una de éstas, la Boss, y bajó al recibidor. Tomó asiento y apoyó la frente (otros dicen que el paladar) contra los cañones y con los ojos cerrados, como lo imagina Francisco Hernández en uno de sus estupendos poemas, “mira que se acerca un león y dispara”.