PISTOLA EN MANO

Una historia antigua contada

por el viejo Veracruz

 

 

 

 

Noel Juan Armenta López

Zazil Armenta Rodríguez

 

 

Hoja suelta

 

Para la realización del presente trabajo, se contó con investigación documental y de campo. Se privilegió el uso del género periodístico de la crónica. Se buscó, imaginariamente, respirar y sentir aquellos aires de aquellos tiempos. Es, este trabajo, una fotografía hablada de color sepia y de textura ríspida. La investigación permitió diseñar un prototipo, un perfil, de personajes diversamente estandarizados. Se usó el lenguaje propio de los pobladores. Se incluyeron regionalismos, tradiciones y costumbres que permitieran puntualizar la trama que se deseaba ofrecer. Con todos estos factores, coludidos, es que se pudo amalgamar realidad y ficción. En estos momentos entra el lector, desde el primer renglón, a ver y escuchar una historia que se sostiene en el vaivén de las hojas del calendario.

 Comentario a pie de página

El contenido del presente trabajo, es un ensayo reflexivo sobre hechos pasados sucedidos en el campo veracruzano. Los personajes, reales. Se conservan así, hechos ciertos y personajes reales. En la profundidad de su esencia el trabajo es vivencial y biográfico. Solo nos permitimos enriquecer lo narrado para dar vida actual al hecho. Y cambiamos los nombres de los personajes, por razones de respeto y fuerza moral.

Sacó la pistola Rogaciano, cortó cartucho, colocó el cañón en la frente del tallador de la baraja, y le dijo: ¡Si pierdo esta apuesta te mueres!

Entró Rogaciano a la cantina, y sin decir nada, le vació el cargador con todas las balas del peine a su papá don Laureano. Después, Rogaciano dijo a todos: ya no hay dos jefes.

La historia,

Era mayor que yo. Quizás algunos años más. No muchos. Su fama de bandolero le llegó muy temprano. Ganó esa fama a pulso. Llenó de sangre territorios enteros. Así era Rogaciano, allá por aquellos años. De boca en boca se tejían leyendas sobre Rogaciano. Se decía de Rogaciano, que no tenía compasión, que era sanguinario. Cuando llegaba con su gavilla de pistoleros, treinta más o menos, la gente del pueblo temblaba. Con pistolas y morunas, los pistoleros sembraban el terror de la población. La gente del pueblo escondía vacas, gallinas, puercos y totoles. Los pobladores enterraban el dinero en los solares adyacentes a las viviendas. Las mujeres eran escondidas entre sacos de maíz en lo más alto de los graneros. Rogaciano y sus pistoleros arrasaban como marabunta con todo lo que encontraban a su paso. Cuando Rogaciano llegaba a la cantina del pueblo, el dueño le servía con mano temblorosa. Muerto de miedo, el cantinero sabía que con un movimiento en falso pasaría de la vida a la muerte. Rogaciano era un hombre callado, de muy pocas palabras. Escondía Rogaciano sus ojos negros y profundos entre la cortina de sus cejas y pestañas espesas. Con la mirada decía qué le gustaba y qué no le gustaba. El sombrero de pelo que siempre usaba, ocultaba su rostro eternamente inclinado. Cuando Rogaciano le pedía la cuenta al cantinero, después de echar unos tragos, jugar baraja y platicar, el cantinero con voz sumisa le decía a Rogaciano: ni lo piense don Rogaciano, usted no debe nada, esta es su casa, venga más seguido, siempre estoy pensando en cuando nos hará el honor de venir a vernos. No sabe usted, seguía diciendo el cantinero, como me enorgullece presumir, lo digo así, presumir de que usted estuvo en mi cantina. Usted no debe nada, dijo en ocasión el cantinero, es más, si yo le debo algo, dígame y le pago con mucho gusto. Rogaciano veía al cantinero con atención, sin parpadear, si acaso acicalaba suavemente el espeso bigote con el pulgar izquierdo. El cantinero se desvivía en halagos, quizás asegurando conservar el pellejo en su lugar. Los pistoleros, atentos, no perdían de vista el movimiento de las manos del cantinero, siempre listos por lo que se ofreciera. Ellos sabían que para matar a Rogaciano, tenía que ser solo así: de frente, en un momento de descuido. Y sabían los pistoleros que matar a Rogaciano era morir. Rogaciano, con los ojos fijos en el cantinero, puso sobre la barra semihúmeda un fajo de billetes, al tiempo que le decía al cantinero: cóbrese y quédese con el cambio, yo no le debo nada a nadie, ni nadie me debe nada a mí, estamos en paz hasta que el diablo con su cola escriba otra historia. Estamos en paz, dijo Timorato el cantinero, y agregó: como usted diga don Rogaciano. Cuando todos salieron de la cantina, el tabernero se desplomó en un butaque de piel de becerro pinto que tenía a un lado de las rejas de refresco, al mismo tiempo que se abanicaba con el delantal chorreado. ¡Pinche asesino!, dijo entre dientes el cantinero mientras volteaba sobresaltado para asegurar que nadie lo hubiera escuchado. Ojalá y se pudra en las llamas del infierno, agregó. Sin duda Rogaciano había matado mucha gente. Se sabía de aquellos treinta jornaleros que, vendados de los ojos, maniatados por la espalda e hincados, fueran ejecutados por Rogaciano uno a uno con un tiro en la nuca. Solo los mató porque alguien le dijo que estos trabajadores lo pensaban “venadear”. Rogaciano, como todo caudillo, era querido por unos, odiado por otros, temido por muchos. Rogaciano era para ese entonces una leyenda que se sostenía con justificada razón. Nada le había hecho Rogaciano al cantinero. Sin embargo, el cantinero lo odiaba por miedo. Rogaciano poco bajaba al pueblo, se remontaba largas temporadas en las oscuras entrañas de la sierra intrincada. Se escondía allí, entre árboles de sombra oscura, piedras chamagosas, recodos, cuevas, veredas y culebras. Se perdía Rogaciano entre caminos de a pie. Se escondía Rogaciano entre la gente leal y agradecida que lo rodeaba. Rogaciano solo así podía dormir profundamente, sin sobresaltos, sin la pistola al cinto, pero siempre el arma bajo la almohada y con un ojo “pelado” por si las dudas. Aparecía un muerto con expresión de miedo, y la gente decía, lo mató Rogaciano. Creció aún más la fama de Rogaciano. Para esto su gavilla era más grande que la de su padre. El poder y la fama de Rogaciano opacaban mucho a su padre. Don Laureano, papá de Rogaciano, ya no era el dueño absoluto de la tierra que lo vio nacer. Rogaciano disponía de vida y obra de varios pueblos. Ante el temor, don Laureano pidió hablar con Rogaciano. Era necesario unir las dos bandas para seguir mandando. No puede haber dos rejones en el mismo potrero, comentó don Laureano en la cantina del pueblo. Don Laureano decidió que el jefe debería seguir siendo él. Rogaciano solo era su hijo y se tendría que doblar ante su mandato. Llegó el recado de don Laureano a su hijo Rogaciano. Escuchó el recado Rogaciano, pero se quedó callado, se dio la vuelta y se fue. El recadero supo en ese momento cual era la respuesta. Cuando el enviado dio la respuesta a don Laureano, se sintió ofendido. Rogaciano está muy altanero, un día de estos le voy a bajar los humos a punta de pistola, vociferó entre dientes don Laureano. Rogaciano era hijo fuera de su matrimonio. Y los hijos espurios no eran bien vistos. Rogaciano era hijo de una humilde mujer que se descuidó por “tonta”, dijo una vez don Laureano. Así es que don Laureano conoció a su hijo Rogaciano, pero nunca se ocupó de él, nunca habló con Rogaciano, ni lo educó, ni lo ayudó. Se sabía en el pueblo que para ocultar su “vergüenza”, don Laureano había mandado a matar a la mamá de Rogaciano. Porque según se dijo, ella contó de quien era el chamaco. Y, desde chico, Rogaciano se hizo fuerte trabajando en el campo arriando ovejas. Rogaciano disfrutaba de la compañía de su abuelo materno, don Sebastián, en una cabaña tan vieja como su abuelo. Una vez don Sebastián le dijo a su nieto Rogaciano: pronto vas a crecer y serás un hombre, te doy un solo consejo: cuida que nadie te pise la sombra. Rogaciano respetaba a su padre, pero no lo quería. Tres veces mandó recado don Laureano a Rogaciano, tres veces no tuvo contestación. El cuarto recado no le agradó a Rogaciano: o bajas a hablar conmigo, o subo por ti para matarte, decía el recado. Indignado Rogaciano le dio contestación al recado: díganle a don Laureano que me espere el domingo en la cantina, a las doce del día, ahí hablaremos. La contestación al cuarto recado se regó como baño de pólvora encendida. El pueblo estaba sorprendido por el encuentro esperado para el domingo. Ruperto decía que el llamado de un padre siempre sería bueno para un reencuentro. Se pasa de bueno Rogaciano al venir a ver a su papá después de que al viejo no le debe nada, decía tía Lica. Ojalá viviera la mamá de Rogaciano para que viera la luz de la justicia, dijo tía Chepa indignada. Sabía don Laureano que su hijo Rogaciano no le haría nada. Porque ningún hijo odia a su padre por más mal que le haya hecho. Además, el padre de Rogaciano, sentía que su hijo le tenía miedo. Porque don Laureano era más viejo en el asunto de matar. Despiadado y marrullero, el viejo sentía el triunfo asegurado. Además, pensaba don Laureano: viene Rogaciano a mis dominios, no soy yo el que sube a la guarida de la montaña. Don Laureano dispuso a varios pistoleros de a pie y de a caballo, por si acaso se necesitaran. Es seguro que Rogaciano no vendrá a la cita del domingo con su papá, comentaban algunos. No salgan de sus casas el domingo, anunciaba el agente municipal “Tito Juachi” en una camioneta de sonido local, tratando de proteger a la población. Desde las diez de la mañana estaremos esperando el encuentro para ver quién gana, decía a gritos Rubén “Ratón”. Y se llegó la fecha, doce del día, domingo. Don Laureano estaba sentado en una de las mesas del fondo de la cantina. Lucía bien don Laureano con camisa blanca de cuello paloma almidonado. Traía chaqueta de gamuza negra, botines de piel de ternera color miel, sombrero de pelo bies doblado hacia adentro. Para el encuentro se había arreglado el bigote espeso finamente recortado. Dos dientes de oro le asomaban ligeramente. Portaba don Laureano pantalón claro de pinzas y bolsas babuchas. Cruzada la pierna don Laureano dejaba ver la pistola de cachas blancas, encajada en el carcaj y al cinto. Un tequila blanco servido junto a limones y sal le daba ánimos. Don Laureano tenía los ojos rojos, la preocupación no le había dejado dormir la noche anterior. Relamía don Laureano un puro habano en la boquilla para darle fuerza y consistencia a la hora de recibir la bocanada de humo caliente. El gato negro, “Macarrón”, gordo y dormilón, con aires de señoreo perdonavidas, estaba echado en su trono: la esquina de la barra de madera donde siempre dormitaba. Cerraba ligeramente los ojos “Macarrón”, y movía su cabeza de un lado a otro, como presagiando un desenlace fatal. El cantinero surtía el refrigerador con refrescos de Coyame y cerveza Carta Blanca, siempre atento a lo que ya era inminente. Minutos antes, el cantinero le había dicho a don Laureano que desistiera de ese pleito inútil. Don Laureano le contestó que no se preocupara, que solo era una charla entre un padre y un hijo que algún día se tendría que dar. Pero esto no tranquilizó al cantinero. Distaba mucho de ser un amigable encuentro conociendo a los dos personajes. Don Encarnación, el rezandero y enterrador, se sentó en un banco de la esquina porque seguramente le sería encargado el funeral de uno o de los dos contendientes. Y llegó Rogaciano con su gente, el día marcado y anunciado. Cincuenta pistoleros le acompañaban. Abrió Rogaciano las rejillas de la puerta de la cantina. Y vio a su padre sentado al fondo. Tras don Laureano estaban cuatro pistoleros: “El Negro”, Aquiles, Quintilo y Melquiades, los más grandes y famosos gatilleros de toda la región. Apenas dio dos pasos Rogaciano dentro de la cantina, desenfundó la pistola y se la vació en el pecho y en la cara a su papá. Los pistoleros de don Laureano enmudecieron, todo esperaban, menos eso. “Macarrón”, el gato maulló y brincó despavorido al sonar de la metralla. Cayó don Laureano hacia un costado de la mesa. Don Laureano llevaba en su cara destrozada y ensangrentada las cuencas de la muerte. Rogaciano les gritó a todos los presentes: ¡Ya no hay dos jefes, solo queda uno, yo!, digan de qué lado están. Y todos se fueron con Rogaciano. Muerto quedó don Laureano, muerto quedó su pasado, muerto de miedo quedó el cantinero. Don Laureano tuvo al fin lo que tanto temía: la muerte. El que a hierro mata, a hierro muere, sentenció doña María. ¿Por qué mató Rogaciano a su papá? Respondía a esta pregunta una anciana desdentada, doña Eufrasia: Don Laureano mató a Rogaciano con su desprecio. En esta vida no hay nada que no se pague, no hay nada que no se cobre, es el destino. Inmediatamente se armó la bola de gente en la cantina para enterarse y comentar tan importante suceso. Rogaciano es de pocas palabras, solo mató a su papá y se fue. ¿Quién más hubiera podido matar a don Laureano? Pues un asesino más grande que el propio don Laureano: su hijo. Para que la cuña apriete, tenía que ser del mismo palo. Rogaciano jaló del gatillo y mató a don Laureano, se demostró que perro que ladra no muerde, decía el cantinero extasiado por lo que acababa de ocurrir. El asesino del asesino, mató al asesino, se decía. Cansado el gobierno de las pillerías de Rogaciano, mandó a traerlo para hablar. Rogaciano aceptó ir a ver al gobernador. Tomó sus precauciones Rogaciano porque sabía que el gobernador era de cuidado. Un lunes, a las siete de la noche, Rogaciano y sus pistoleros estaban en la sala de audiencias del gobernador. Curiosamente ese día también aguardaban los tablajeros o carniceros de la región para hablar con el gobernador. De repente salió don “Deme”, encargado de las audiencias del gobernador. Apareció don “Deme” elegantemente vestido con un traje negro que contrastaba con su blanca palidez. Don ”Deme” llamó con voz fuerte, diciendo: ¡Que pasen los carniceros! Todos los presentes se empezaron a mover confundidos en la sala de espera. Al notar la inquietud, nuevamente habló don “Deme” aclarando y mirando fijamente a Rogaciano y a su gente, y les dijo: Ustedes no, van primero los tablajeros. Cuando entró don “Deme” con los tablajeros al despacho del gobernador, Rogaciano y su gente abandonaron la posible audiencia para no volver jamás. El motivo fue quizás por lo expresado por don “Deme” acerca de los carniceros. Quizás por la inseguridad de esperar. O tal vez le entró a Rogaciano desconfianza de lo que podía hacer el gobernador. Y se vino la feria de Santa Bárbara, la patrona del pueblo. Llegaron los gitanos con el cine y los títeres. Con ellos llegaron las mujeres húngaras muy bonitas, de naguas anchas, pañoletas y joyas vistosas colgando. Y llegaron los hombres con vestimentas raras, pero de colores atractivos. Se puso la banca para la jugada de la baraja. Se enfrentaban apuestas para las carreras de caballos. El licor Habanero Cañero hecho por don Isidoro Hoyos, la cerveza Colosal tamaño cuarto, y el tequila Viuda de Romero, corrían a raudales como agua turbulenta en el río. Todos los hombres del pueblo se paseaban por las calles bien empistolados. Las mujeres se sentaban en la nevería “Los Alpes” muy coquetas y hermosas con sus vestidos de organza, sus crinolinas acampanadas, sus trenzas gruesas que resaltaban la belleza de sus caras. Al pasar Rogaciano por una mesa de jugada de baraja, un fuereño lo vio y le dijo: Siéntese, se ve que a usted le interesa el juego, si no tiene miedo venga aquí conmigo. Se sentó Rogaciano con desconfianza. Su mirada bailoteaba hacia todos lados. Rogaciano jugueteaba con la “cacharpa” de un puro entre sus dientes. Rogaciano se agitaba muy inquieto. Atrás del fuereño, había otro fuereño que veía fijamente a Rogaciano. Acostumbrado Rogaciano a sentir el peligro, sospechó que lo iban a matar. Aun cuando sus pistoleros lo cuidaban muy de cerca, lo podrían matar. De qué sirve que mi gente los mate después, muerto no sirvo ni para la venganza, así que primero yo los mato. Y pensando esto Rogaciano, desenfundó la pistola y le pegó un tiro en la frente al fuereño de atrás. Y después le descargó la pistola en el vientre al jugador oponente. Con el olor todavía de la pólvora, y el peste de la muerte, quedaron los dos fuereños tirados en un charco de sangre. Un señor del pueblo, don Pedro, amigo de Rogaciano, le dijo que ellos lo buscaban para apostar una fuerte suma de dinero a la yegua “La Morena” que correría el domingo por la tarde, fue lo que me dijeron y por eso querían hablar contigo. Pues eso te dijeron a ti Pedro, a mí con los ojos me dijeron otra cosa, que me iban a matar, por eso están muertos y tirados en la calle como perros, le dijo Rogaciano a don Pedro. Fue en esa misma fiesta del pueblo en donde perdió la carrera de caballos la campeona de la zona: “La Morena”. Los apostadores perdieron mucho dinero, hasta el último centavo. Rogaciano perdió en esa carrera gran cantidad de dinero. Y después de la carrera se fueron a la cantina, a llorar su derrota y su mala suerte. El dueño de “La Morena”, don Polo, perdió todo. Llegó a la cantina Polo y le dijo al abuelo Juan: No tengo un solo centavo en la bolsa, perdí todo, invítame un San Marcos. Por la noche, Rogaciano estaba jugando en la mesa de albures. Rogaciano había perdido más dinero apostando en esa mesa. Rogaciano se dio cuenta que algo turbio manejaba el encargado de las cartas. Observaba Rogaciano con atención al tallador de la baraja. Sobre todo lo descontrolaba la rapidez con que el sujeto sacaba las cartas del mazo de la baraja. Algo pasaba, no era posible que la baraja corriera sin que saliera ninguna de las “pintas” de la jugada. Por ello tal vez perdía Rogaciano, y seguía perdiendo. Se paró Rogaciano, desenfundó su pistola, cortó cartucho y puso el cañón del arma en la frente del tallador de la baraja, al tiempo que depositaba un segundo grueso de billetes a una de las cartas. Y Rogaciano le dijo al tallador: ¡Si pierdo la siguiente apuesta te mueres! El tallador, tahúr profesional, no se inmutó, no perdió la serenidad y empezó a correr la baraja de arriba y de abajo para demostrar que no había trampa. Con la pistola en la frente el tallador, llamó la atención de la gente, y se hizo un mar de personas buscando el desenlace, porque conocían bien a Rogaciano. No podría el tallador dar “machetazo a caballo de espadas”. Todos estaban atentos a la cara de Rogaciano, al tallador de la baraja con el arma en la frente, y a las “pintas” sobre la mesa. El menos preocupado pareciera ser el tallador de la baraja, sereno, inmutable. Seguía el tallador con voz clara pronunciando cada carta que salía de la baraja. Tal vez el tallador ya se daba por muerto para que inquietarse tanto. El correr de la baraja transcurría lento, cadencioso, y parecía en tiempo interminable. Una carta, otra carta, y otra más, y no salía ninguna carta que coincidiera con las “pintas” de la mesa. El fin llegó, se acabaron todas las cartas de la baraja, y no salió ninguna carta que se pareciera a las “pintas” tiradas sobre la mesa. El tallador expresó con tranquilidad: Señores, no hubo albur. Señor, se refirió el tallador a Rogaciano, usted no perdió ni ganó esta apuesta, haga el favor de tomar su dinero. Rogaciano se quedó mudo, no entendió lo que había pasado. Asentó el gatillo de su arma Rogaciano, la retiró de la frente del tallador, y le dijo: ¡Qué bruto eres!, no vuelvo a jugar en mi vida, es de brujería lo que acabas de hacer. Y se retiró Rogaciano con su gente. El tallador, sacó un paliacate rojo, limpió la frente y las manos, y murmuró entre dientes: Yo tampoco volveré a tallar una baraja, y menos estando don Rogaciano, dijo sudando el tallador. La leyenda de Rogaciano siguió creciendo. Para el pueblo era un salvador, para el gobierno un cacique asesino, sin embargo entre el temor y el agradecimiento de los pobres a quienes regalaba dinero, todos lo cubrían y le advertían de peligros. Ayudado por los hacendados que le temían, le regalaron terrenos para que hiciera su rancho. Cuando se consolidó el movimiento agrario, los hacendados le cobraron el favor a Rogaciano pidiéndole protección. Se dice que a quienes agarraban metiéndose a los terrenos de las haciendas, los torturaban y los mataban sin piedad. Rogaciano organizaba a los pistoleros para dar protección a los hacendados. Los pistoleros de Rogaciano eran una fuerza muy grande para defender las propiedades y las vidas de los hacendados. El gobierno había concedido tierras a personas pudientes para que sembraran y comercializaran azúcar y alcohol. Rogaciano recibía a manos llenas favores, joyas, dinero, vino, y todo tipo de privilegios que dan la riqueza y el poder. Se decía que Rogaciano, carne débil al fin, se dejó seducir por el rincón sombrío del poder. Se decía que Rogaciano no era fiel ni confiable. Pero los hacendados creyeron que dándole todo lo iban a llenar y ya no pediría más. Grave error de intelectos baratos que desconocían la naturaleza humana. A Rogaciano nada lo llenaba. Y después de recibir todo, decidió quitarles todo. Propiedades y riquezas les fueron arrebatadas a los hacendados. En sus propias casas masacraron a los hacendados y se llevaron a sus mujeres. Rogaciano se volvió rico, al grado de que ya lo llamaban don Rogaciano, o señor Rogaciano. No quedó potentado de pie por toda la zona. Unos murieron a manos de la gavilla de Rogaciano, otros murieron de miedo, y otros huyeron despavoridos abandonando sus ranchos. Rogaciano sembró el terror más sombrío y desquiciado. Fue Rogaciano padrino de muchos niños. Los bautizados por Rogaciano, y su familia, eran intocables para la gavilla del patrón. En esa época el gobierno civil empezó una persecución religiosa: Curas, monjas, vicarios, ministros, obispos y seguidores de cultos, fueron perseguidos y masacrados. Monasterios fueron abandonados. Robaron imágenes religiosas. Saquearon piezas de oro y plata sagradas. Trataron de exterminar toda religiosidad. Se sabe que la imagen en bulto de Santa Teodora, fue sacada de la catedral y destripada en la plaza pública en medio de gritos, algarabía y burla. Se sabe que en el mes de mayo, a Santa Teodora se le llenaba la cara y el cuerpo de unos lunares rojos parecidos a la viruela. Se testimonia que esos lunares rojos le supuraban y descamaban ya secos. Y era el momento en que Santa Teodora concedía, por gracia de Dios, varios milagros en favor de humildes personas del pueblo. Fue en el mes de mayo, precisamente, cuando el cuerpo en bulto de Santa Teodora fuera ultrajado. Misteriosamente las personas que tocaron el cuchillo para abrir el cuerpo en bulto de Santa Teodora, poco tiempo después murieron de la terrible viruela negra. Podridos del cuerpo y el alma quedaron muertos y apestosos los “asesinos” de Santa Teodora. Los sacerdotes buscaron el amparo de Rogaciano y sus hombres. Y bajo la metralla, las cosas se fueron calmando. Hubo tregua no hablada entre unos y otros. Ambos grupos se replegaron. Por ese motivo Rogaciano fue bendecido, sacralizado, y todavía más respetado. Nombró Rogaciano jefes de cuartel en las principales poblaciones para asegurar su control y su poder. Los pueblos veían con agrado a estos hombres nombrados por Rogaciano. Sentían mayor seguridad los pobladores con ellos, que con los funcionarios nombrados oficialmente. Un señor le fue a pedir a Rogaciano que castigara a su hijo. Llegó borracho y me golpeó, dígale usted que ya no me moleste, le dijo. Yo hablaré con él, no te preocupes, no te volverá a molestar, le dijo Rogaciano palmeando la espalda del dolido señor. Un mes después, el mismo señor fue a ver a Rogaciano y le comentó que ya no había visto a su hijo. ¿Qué me pediste?, le dijo Rogaciano. Que mi hijo no me volviera a molestar, contestó el señor. ¿Y te ha molestado?, increpó Rogaciano. No señor, no me ha molestado. Anda, sigue tu vida, le dijo al señor Rogaciano. Seis meses después apareció el hijo muerto en un estero cerca del río. Rogaciano le cumplió al papá, el hijo nunca más lo volvió a molestar. Así arreglaba Rogaciano los asuntos. Un buen día al llegar Rogaciano a la cantina del pueblo, vio sentada en una mecedora tejiendo a una bellísima mujer turca. Era la mujer del cantinero. Entrado en copas Rogaciano le dijo al cantinero: Me voy a llevar a tu mujer. El cantinero hincado y con lágrimas en los ojos suplicó a Rogaciano que no se llevara a su mujer. Yo te he tratado bien Rogaciano, seguía suplicante el cantinero, nunca te he faltado, no me hagas esto, tú puedes tener las mujeres que quieras. Rogaciano le dijo: Quiero a esa, a tu mujer. Los pistoleros agarraron a la mujer y se la llevaron. El cantinero se botó al butaque maldiciendo el momento en que conoció a Rogaciano. A la semana, Rogaciano devolvió a la mujer ante las risotadas de todos los pistoleros. Ahí tienes a tu mujer, ya no llores, le dijo con sorna Rogaciano al cantinero. Rogaciano no había tocado a la mujer, solo se la llevó. Rogaciano tuvo a la mujer en su rancho, pero no se atrevió a dañar ni su moral ni sus buenas costumbres. Solo que el cantinero no lo sabía. Entró la mujer agachada, con la vista perdida en el suelo. El cantinero la recibió, la abrazó, y le dijo al oído: Cuida a mis hijos. El cantinero seguidamente le dijo a Rogaciano: Ahora me debes Rogaciano, no estamos en paz. Y en un rápido movimiento sacó una pistola y se la descargó a Rogaciano en el pecho. Rogaciano cayó muerto al instante con la mirada desorbitada, sin que tuviera tiempo de sacar su arma. Los pistoleros desenfundaron sus armas. Pero no había nada que hacer, el jefe ya estaba muerto. Nadie se atrevió a matar al cantinero. El miedo que le tenían los pistoleros a Rogaciano desapareció, y se sintieron libres.  Los pistoleros respetaron la valentía del cantinero y la defensa honorable de su mujer. Nadie fue al velorio de Rogaciano. Salvo dos personas que lo acompañaron: Una joven mujer que amaba a Rogaciano, con dos hijos de él. Y el cantinero, enterado ya de que Rogaciano había respetado a su mujer. Se cerraba con el velorio de Rogaciano una página de historia regional. Afuera, el tiempo siguió su curso. Cuatro borrachos cargaban el cuerpo de Rogaciano rumbo al panteón por el cobro de una botella de aguardiente. Dos personas, una doliente, y otra respetuosa, daban el último adiós a Rogaciano. Vaya Rogaciano por el camino del perdón para que Dios lo reciba en su regazo, dijo llorando el cantinero. Requiescat in pace.