La deliciosa sopa de quelites de mi madre
Marco Aurelio González Gama
Vuelvo a las andadas con la cocina. No es la primera vez que les hablo de la excelsitud de mi madre como cocinera. Perdonen ustedes estimadas y estimados lectores que me hacen el favor de seguir, no es la intención de un servidor caer en falsa modestia, seguramente todas y todos quienes me leen tuvieron la fortuna de tener una madre como la mía, única, por no decir que la mejor cocinera del mundo. Y así es, mi progenitora era tan hábil a la hora de cocinar, que ya mayor, con muchos años encima de su prodigiosa vida, era capaz de cocinar en lo que yo llamo «al toque», es decir, no necesitaba probar sus guisos para saber si estaban bien sazonados, solo con el aroma y el aspecto bastaba para que supiera que sus platillos estaban a pedir de boca. Abusando de la primera persona del plural, así de chingonas eran nuestras madrecitas santas. Y la mía no era una docta en alta cocina, su especialidad era la sencillez, no había huevos estrellados tan perfectos como los de Rosa Gama, tiernos, con la clara a punto de cocimiento y la yema líquida que escurría e impregnada como una crema amarilla el arroz rojo a la mexicana. Entre las muchas exquisiteces que preparaba mi madre estaba una sopa, líquida, de fondo blanco, íntegramente de vegetales —no era vegana porque llevaba caldo de pollo—, de quelites (del náhuatl ‘quilitl’ que quiere decir hierba comestible, y que no son otra cosa que un tipo de hoja, brote, retoño, pecíolos, tallos y flores de diversas herbáceas que se consideran comestibles, Wikipedia), que era una verdadera delicia. Y la receta es muy sencilla, anoten por favor por si no se la saben: uno, dos o tres manojos —pueden ser más— de cualquier tipo de quelite, una cebolla mediana, un dientecito de ajo, unas ramas de epazote al gusto de cada quien, una o dos cucharadas de caldo de pollo en polvo, unos dos o tres chiles jalapeños medianos o cuaresmeños y dos cucharadas de aceite de oliva claro. Se lavan bien los quelites y las ramas de epazote para quitarles cualquier resto de tierra y se reservan, mientras se pica la cebolla y el diente de ajo más o menos finamente y se cortan los chiles en rodajas como de tres milímetros o al gusto de cada quien; enseguida en una cacerola de buen tamaño se sofríen la cebolla y el ajo en el aceite, se pueden agregar las rodajas de chile para impregnar el fondo aceitoso con su sabor picante, una vez hecho el sofrito se agrega el agua —pueden ser dos o tres litros, o calcular un tanto para cuatro o cinco tazones de sopa, o dependiendo de los comensales—, se deja hervir hasta que rompa, se pone a media flama el caldo y se agregan los quelites y las ramas del epazote, dejando al fuego unos diez minutos máximo para que no se recuezan los ingredientes. Al final nada más se rectifica el sazón. A esta base se le pueden agregar granos de elote, flores de calabaza, hongos o setas en rodajas, y a disfrutar. Este platillo se puede consumir como sopa líquida, o se pueden preparar tacos con tortillas de maíz con los quelites ligeramente escurridos o semi caldosos, eso sí bien calientes. Buen provecho.