Luis Gastélum
Orson Welles caminaba con la espléndida lentitud de un paquidermo. Sus ciento cincuenta kilos se mecían vacilantes, coronados por un cerebro de genio. Sin embargo, no fue tan longevo como esos animales de piel gruesa y dura. En mayo hubiera cumplido un siglo de vida, pero murió un jueves de octubre de hace poco más de treinta años. Su genialidad lo condenó a un deambular solitario y triste, con el torrente de ideas y proyectos a cuestas. La vida de Welles fue una incesante máquina de crear. Su precocidad era tal que podía recitar de memoria cualquier parlamento de El Rey Lear. A los once años escribió un minucioso análisis de Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. Antes de eso adaptaba dramas de Shakespeare y escribía obras de teatro. Sus pasiones incluyeron la pintura y la magia y sus mejores amigos fueron Ravel y Stravinsky. “A los nueve o diez años yo ya era lo que soy –declaraba con pretensión un año antes de su deceso–. A esa edad yo era un chico despierto que aprendió el sentido de la muerte porque fue en ese momento cuando murió mi madre (Betarice Ives Welles, concertista de piano, ardiente sufragista y una respetable tiradora de rifle)”. Pronto atrajo la atención en Estados Unidos como un “niño prodigio”. Apenas rebasados los 20 años fundó el Mercury Theatre, que además de llevar al cine a actores como Joseph Cotten y Everest Sloane, vía Ciudadano Kane, provocó un amplio interés por el estilo desusado de sus producciones, entre otras, una versión de Macbeth con un reparto compuesto exclusivamente por actores negros y en la que interpretó a Julio César vistiendo el uniforme nazi. Welles alternó la radio con su labor teatral y en 1938 se hizo famoso de la noche a la mañana, cuando miles de estadounidenses se aterrorizaron al tomar como auténtico un noticiario radiofónico con la recreación del relato La guerra de los mundos, de H. G. Wells. Esto le abrió las puertas de Hollywood. Fue llamado por la compañía RKO y, tres años más tarde, su fama se extendió con su primera película, Ciudadano Kane, obra clave de la cinematografía mundial hasta el punto de que el nivel y el signo actual de cine serían otros si no fuera por la conmoción técnica y estética que significó esta biografía de un magnate de la industria periodística, basado en el magnate William Randolph Hearst, vivo reflejo del ciudadano estadounidense de negocios. Un retrato lleno de veneno que alarmaba y corría el peligro de iluminar siniestramente a los industriales, quienes intentaron suspender la proyección del filme del imberbe actor, director, productor y guionista. No obstante, dice Peter Cowie en El cine de Welles (ERA, 1969), aunque el Ciudadano Kane apareció en la forma que Welles había deseado, sus desventuras en la industria cinematográfica empezaron cuando los productores abandonaron sus planes de filmar The Smile with a Knife (La sonrisa filosa), de Nicholas Blake, y Corazón en tinieblas, de Jospeh Conrad, en la que además actuaría como Kurtz. Y después del furor que produjo Ciuadano Kane, la productora RKO empezó a mostrar la uñas: Soberbia (1943) fue editada a espaldas de Welles y a él lo hicieron regresar de Sudamérica a mitad de la filmación de It’s All Trae (Todo es verdad) para decirle que su contrato había terminado. “Desde entonces –escribe Cowie— Welles fue persona non grata para los grandes estudios”. De ahí que el controvertido cineasta haya dicho: “Hollywood es un suburbio dorado para adictos al golf, jardineros, hombres mediocres y estrellas insatisfechas. Yo no pertenezco a ninguna de esas categorías”. Y es que en un momento tan delicado para el cine estadounidense, es precisamente Welles quien plantea las premisas para una renovación de los temas y la técnica expresiva. Entonces, así como Charles Chaplin, quien en 1947 rodaría su obra de crítica social Monsieur Verdoux basándose en una idea del propio Welles, rompió irrevocablemente con la ‘colonia’ cinematográfica de Hollywood. A partir de ese año vagó por Europa, actuando en películas de otros cineastas como un esfuerzo incesante para financiar el torrente de películas que llenaban su imaginación: La Odisea, La Ilíada, La guerra y la paz, Noé, Salomé y Los papeles de Pickwick. Hizo una película en unos cuantos días (Macbeth) y otra le llevó años (Otelo), pero sólo una vez desde el Ciudadano Kane parecía liberarse en absoluto de productores con preocupaciones financieras y el resultado fue otra obra maestra: El proceso, de Kafka. Se diría que Welles ensayó Falstaff (1968) toda su vida y no es de extrañar que se lo tengan que llevar en un ataúd como a los vampiros de Murnau, expresa Andrew Sarris en su libro El cine norteamericano (Diana, 1970). Welles ha sido el más destacado expresionista alemán del mundo anglosajón, sobre todo desde que el Ciudadano Kane inoculó en el cine estadounidense el virus de la ambición artística. El diagnóstico usual en Estados Unidos sobre su carrera es declinación, pura y simple. Sin embargo, la decadencia nunca es pura ni mucho menos simple. Welles empezó tan alto su carrera que aún la caída más vertiginosa no afecta su lugar en el Olimpo. Al terminar su película sobre Falstaff siguió tan rebosante como siempre de ideas y proyectos, y a pesar de los obstáculos con los que parecía destinado a enfrentarse constantemente, afirmaba que “el mayor peligro para un artista es encontrarse en una situación cómoda”. No obstante, de ser Welles inmensamente rico y tener cientos de ideas novedosas, detestaba el dinero: “No hay cosa peor en esta tierra que el dinero. Basta ser rico para saberlo. No, el dinero sólo me interesa para hacer filmes, porque el arte de hacer filmes es perverso y costoso y uno se arruina detrás de él. Es tan vulgar trabajar por el dinero”. Welles también odiaba. Odiaba decir que era maestro en escena “porque la era de los directores-estrellas y de los productores-directores ha originado una falsa perspectiva sobre el arte del cine”, decía, y agregaba: “La gente va a ver una película porque es de Coppola y de Fellini y de Bergman. Es un error, un grosero error, porque el don de un filme lo da el actor, y el director tiene que trabajar sobre el actor, conseguir de él lo que guarda, su encanto, su genio”. Tampoco gustaba de ir al cine: “Detesto ir a ver películas, me enferma, me descompone, siento que me destruye los nervios, porque si voy a l cine y lo que veo me parece bueno, experimento una aguda idea de desolación y desacierto; siento que me he equivocado y debía haber seguido otro camino”. Y si lo que veía no le agradaba, se ofendía: “Porque me han estafado prometiendo lo que no había. Es por eso que evito todos los males relacionados con el cine”. A Welles se le calificaba en Hollywood de los 40 como un joven tiránico insoportable: “Es verdad y no lo es –respondía–. Primero, es verdad porque yo era joven. Segundo, no es verdad que haya sido tiránico. Tercero, yo era el único director libre de aquella fábrica de tiranos, el único que podía decir voy a hacer esto y aquello y lo demás sin que nadie interpusiera su maldita opinión. En consecuencia, yo tenía poder, lo cual es suficiente para que los otros se sientan tiranizados”. Cerca de su muerte declaró que su gordura no era producto de la gula: “No, soy un hombre que come lo justo. ¡Maldito si me excedo! La gordura se debe a que soy un sedentario. Soy gordo porque no me muevo. Detesto la idea de moverme, de cambiar de sitio. Es un estorbo, un fastidio”. Y eso fue lo que lo mató, unos instantes después de soltar la bola de cristal y pronunciar la palabra enigmática de “Rosebud”, como el Ciudadano Kane.