En los hechos, en México es regla generalizada el que las campañas electorales para diputados federales o locales carecen de convocatoria entre la ciudadanía, con mayor razón en estos tiempos preñados de incertidumbre, desigualdades, rezagos sociales y pobreza extrema por doquier; más aún cuando se trata de elecciones intermedias pues no van acompañadas de un candidato a la presidencia de la república cuyo triunfo ahora es de pronóstico incierto, en contraste con la seguridad que antaño hacía predecir que el candidato del PRI sería el presidente.
En realidad, una elección intermedia debiera ser considerada con mayores expectativas pues puede reflejar el beneplácito o el rechazo hacia el gobierno en turno, según los resultados que se hayan podido advertir por parte de la ciudadanía. Esa es la importancia de una elección intermedia en una democracia madura y plenamente desarrollada, en que la suerte de los candidatos a legisladores o alcaldes o gobernadores del partido en el gobierno depende de los éxitos o fracasos de la administración pública.
Pero ese parámetro no tiene mucha vigencia en nuestro entorno, nunca fue una referencia en tiempos de la presidencia autoritaria, la del sistema con partido único, aquella en la que hablar de oposición lindaba en lo folklórico. Sin embargo, tiempos políticos diferentes son los actuales, en los que una elección popular empieza a cobrar visos de convertirse en la brújula ciudadana que aprueba o amonesta a un gobierno o a un partido político; no obstante, ese tránsito es complicado porque enfrenta la rígida oposición de estructuras encallecidas en el sistema, que defienden intereses creados durante décadas, al grado de haberse generado una elite política divorciada de la fuente que le da el poder; un fenómeno bastante curioso porque quienes alimentan la élite del poder, antes de darse el ascenso, forman parte del caldo del caldo de cultivo, de la sociedad que los impulsa o sirve de catapulta.
Más allá de la retórica, es posible convenir que los casos abundan en nuestra multifacética realidad nacional, pues ocurre lo mismo en Sinaloa que en Veracruz, en Yucatán que en Sonora, obviamente con los matices adobados por la cultura, pero la resultante final es una élite con intereses que con no poca frecuencia riñen con los de la sociedad. Todo porque media otro fenómeno político: la partidocracia, convertida en el sedal por el que transitan las decisiones que trascienden al contexto social conformadas en leyes, nada se aprueba sin la previa negociación entre esas cúpulas que gozan de la fracción de poder arrebatada a las prerrogativas que antaño correspondían a la presidencia de la república.
Durante la alternancia, una faceta de la transición consistió en gobernadores convertidos en grandes electores, destacadamente los del PRI, que al perder la referencia unitaria y autoritaria de la figura presidencial decidieron sus respectivas sucesiones con candidatos a modo de un continuismo cómplice, así ocurrió en Tabasco, en Oaxaca, en Coahuila y en muchos estados más.
Obviamente, Veracruz no podía ser la excepción, aunque aquí el intento pretendía dimensiones dinásticas y por las razones que todos conocemos hubo el eventual éxito de una prorroga sexenal, pero debido a circunstancias también muy conocidas difícilmente habrá otro acomodo incondicional. Al menos así invitan a inferirlo las condiciones objetivas: un priismo que retornó al antiguo molde de arrogarle al presidente la decisión de candidaturas sucesorias en las entidades federativas; este grupo de poder que ascendió a la presidencia de la república con intenciones de apropiarse del poder nacional, en alianza con otros poderes fácticos, requiere de eliminar rescoldos de individuos ajenos a ese proyecto. Las circunstancias de Veracruz están plenamente diagnosticadas en el centro del país.
Como prueba de una frontal discordancia entre el centro y algunas entidades, Veracruz podría ser paradigmático, ya sea porque no gustan en el centro las condiciones en que se encuentra la entidad veracruzana, ya porque les preocupe el origen y tamaño de la deuda pública galopante que agobia al estado, ya porque conozcan el grado de irritación social que priva en la entidad, ya porque los índices de crecimiento económico no repuntan, el gesto corporal y actitud del presidente en sus visitas a Veracruz han sido más que elocuentes. En este entorno ¿cuál sería el grado de intervención política en el proceso sucesorio del actual titular del ejecutivo local? Duarte de Ochoa ostenta formalmente el poder político en la entidad y en esa condición pudiera encontrar oportunidad para de alguna manera intervenir, sin embargo, los comentaristas a modo atribuyen a su antecesor un grado de intervención que en los hechos sólo sería posible con la anuencia del ejecutivo estatal ¿cuenta con ella?
El panorama se irá dilucidando a partir de los resultados del 7 de junio, que de cualquier manera en la cúpula nacional serán de peso irrelevante, porque en el hipotético caso que el PRI y el Verde obtengan resultados favorables, la inferencia lo cargará simplemente a un deber cumplido, aunque de resultar números rojos irán a la cuenta de los muchos y variados pasivos.
Frente a este escenario, en última instancia pudiéramos concluir que en estas condiciones una elección intermedia acarrea más significados a futuro de los que pudiéramos vaticinar, deducción que para nada requiere de la bola de cristal.
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Mayo-2015.