A don Alfonso Salces, un hombre que no se rinde ni deja que se rindan sus hombres y mujeres. ¡Gracias!

—A las 6-6:30 de la tarde los van a sacar.
Absorto en mis pensamientos, no acierto a entender las palabras del taxista que me lleva a la terminal de autobuses y apenas si balbuceo un “¿Cómo?”
—¿Usted no fue a la playa?
Le respondo que no. A ciencia cierta, la última vez que me metí a una playa en el puerto jarocho fue cuando tenía 16 ó 17 años. No sé si estaba en la Prepa o Propedéutico, pero era temporada de carnaval.
Abordamos el tren en la noche, casi a las doce horas e iniciamos el viaje de Orizaba al Puerto. Cantamos, gritamos, vacilamos a los pasajeros y nos quedamos dormidos.
Cuando llegamos a la estación, todavía era de madrugada y enfilamos nuestros pasos a la playa
(Ya la conocía. Centro de algunos viajes en familia en mis años infantiles. En su playa, a mis 14 años, tuve mi primer flirteo con una dama que se dejaba arrastrar por las olas a los brazos de un primo y los míos, hasta que mi madre nos regañó)
Había unos camastros y nos apropiamos de ellos. Y volvimos a dormir.
Una imperativa voz nos despertó. Ya rayaba el sol pero eso sí, todos temblaban de frío. La noche en la playa no fue tan acogedora como lo habíamos pensado.
No importó. Una pelota sacada quién sabe de dónde nos permitió entrar en calor mientras echábamos la cascarita. Nos metimos a nadar y nos sacamos la arena de todos lados.
La mayoría, hijos de familias humildes, traía pocos centavos y una bendición. Alguien compró bolillos, queso y rajas de lata. Alguien hizo las tortas. Una torta por cabeza. ¡Éramos como 8! pero fueron suficientes para engañar al hambre.
“Repuestas” las energías, nos trasladamos al carnaval.
Sí, era un ambiente de fiesta, de alegría, de cerveza que alguno que otro de mis amigos se las ingenió para tomar una… pero el Carnaval a mí no me gustó. Tan así, que ha sido la única vez que he estado en él.
Han pasado cerca de 30 años de esa aventura y de esa fecha para acá, no me he vuelto a meter a una playa de Veracruz puerto.
—Es que a las 6-6:30 los van a sacar— me vuelve a repetir el taxista.
—¿A quiénes?
—¡Pues a los turistas!
—¿De dónde?— entonces volteo y veo cerca el malecón —¿de la playa?
—Sí… ya no los van a dejar estar allí pasadas las seis.
—¿Por qué?
—Dicen que porque a esa hora, los salvavidas dejan de trabajar…
—¿Y quiénes los sacan?
—Entre los salvavidas, Protección Civil y éstos… éstos… los soldados, no…
—¡Los de la Marina!
—Ésos! Pero hay gente que quiere estar en el agua hasta las siete, ocho de la noche— me dice el taxista, como inconforme con la actuación de las autoridades. Agrega desconsolado que a la gente que viene en sus carros, de igual modo, tampoco les van a dejar pernoctar en la playa…
—¿En el “Camarena”?
Se ríe, y contesta afirmativamente.
Le digo que veo poco movimiento. Me dice que hay un poco en el centro, en el malecón… “pero apenas es jueves… vamos a ver mañana, que empiece a llegar la gente”.
Llegamos a la terminal. Me despido y le deseo suerte.
La central de autobuses está atascada de personas como yo, que buscan salir del Puerto pero también de personas que como yo, hace más de 30 años, están deseosas de llegar a sus playas ¿y por qué no? de poder, pasar la noche en su carro, en tiendas de campaña, en camastros, conocer el famoso “Camarena”, porque quien no conoce una noche en el hotel “Camarena”, no sabe lo que es vida.

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