Los padres de un niño que sufre esta enfermedad, Ryan Austin, la describieron como “el Alzheimer de los bebés”. A los dos años, el niño comenzó a olvidar palabras como “mamá” y no pudo volver a contar.
Las personas que nacen con el Síndrome de Hunter no pueden metabolizar una clase de azúcares que contribuye al desarrollo de los huesos, la piel y los tendones, entre otros tejidos; esos azúcares se acumulan en las células y van dañando diferentes partes del organismo. Como uno de los órganos afectados es el cerebro, cada caso (hay unos 2 mil diagnosticados en el mundo, la cuarta parte de ellos en los Estados Unidos, donde la Universidad de Duke estudia la enfermedad) tiene un desarrollo de problemas diferente.
La imposibilidad de procesar los mucopolisacáridos se debe a la falta de una enzima, por lo cual la enfermedad que el médico escocés Charles Hunter describió por primera vez en 1917 se conoce también como Deficiencia de Iduronato Sulfatasa y Mucopolisacaridosis Tipo II (MPS II).
No hay cura para el Síndrome de Hunter, que pasa inadvertido en la revisión ordinaria de un recién nacido y se comienza a manifestar en los primeros años para acelerar su desarrollo de síntomas y señales a medida que pasa el tiempo. Además del tratamiento de cada uno de los síntomas por separado, el transplante de médula ósea se ha empleado para contener el mal de origen, y desde 2006 se usa la droga Elaprase (Idursulfasa) para reemplazar la enzima faltante. La medicación se cuenta entre las más costosas del mundo: USD 300 mil por paciente cada año.
“Es un tratamiento altamente invasivo y muy caro”, evaluaron los padres de Ryan. “Es un proceso largo y doloroso, una vez por semana, que conlleva riesgos significativos de reacciones adversas, incluido el shock anafiláctico”, describieron. “Aunque ayuda a demorar las complicaciones físicas, la terapia de reemplazo enzimático no tiene efecto en el daño que el Síndrome de Hunter causa al cerebro”.
Como la falta de esa enzima está determinada por la herencia, y se vincula al cromosoma X, esta enfermedad se manifiesta primordialmente en niños varones. Las mujeres son portadoras de un gen defectuoso en uno de sus X, pero dado que tienen dos, el otro X permite la producción de la enzima, por lo cual rara vez desarrollan la enfermedad. Como los varones tienen un cromosoma X y uno Y, si su X contiene el problema se ven afectados. Actualmente existen pruebas genéticas para las personas que quieren tener hijos, pero tienen antecedentes familiares de Síndrome de Hunter. También hay un examen prenatal, en base al líquido amniótico. Cuando un niño presenta síntomas se le realiza un estudio enzimático para establecer si padece este mal.
En general esas señales aparecen alrededor de los dos años de vida: discapacidad intelectual, hiperactividad y comportamiento agresivo, falta de coordinación física. Con el tiempo se afectan los rasgos de la cara, la lengua se hace más gruesa y el paciente parece engordar porque el hígado y el bazo aumentan de tamaño. Si se engrosan las válvulas cardíacas, se deteriora el funcionamiento del corazón. El líquido cerebral no se reabsorbe en el torrente sanguíneo y la inflamación causa dolores de cabeza severos y reiterados. La sordera, la enfermedad respiratoria obstructiva, la rigidez en las articulaciones, la afectación de la retina y el compromiso progresivo del sistema nervioso central son otros síntomas habituales.
El cuidado del paciente es demandante. La madre de Michael Whitaker-Russell, un paciente de MPS II que tiene nueve años, comienza su día con una sesión de palmadas en la espalda del niño para pueda toser y no se le acumulen fluidos que puedan causarle pulmonía. Luego le prepara comida natural y orgánica, que no puede contener más de 45 gramos de carbohidratos en un día entero. Los líquidos que Michael bebe se tienen que espesar para que no migren a sus pulmones. Entonces el niño está en condiciones de ir al centro de cuidados.
Las personas con Síndrome de Hunter viven entre 10 y 20 años; aquellas que desarrollan los síntomas en la juventud tienen una forma leve del mal y una esperanza de 20 a 60 años de vida.
“Pero hay esperanza”, escribieron los Austin. Se trata de la terapia genética, por ahora en nivel de investigación.