En el escándalo de Watergate, una grabación de la Casa Blanca demostró más allá de toda duda que Richard M. Nixon había encubierto el espionaje de opositores. Eso lo obligó a renunciar.
En la investigación de la interferencia de Rusia con las elecciones presidenciales del 2016, todavía no hay una prueba irrefutable que involucre a Donald Trump o a su gente.
Las comparaciones entre Watergate y la conexión entre Trump y los rusos, no obstante, son apresuradas, según alguien que cubre Washington desde principios de la década de 1970. Hay diferencias sustanciales entre ambos casos.
Trump, hasta ahora, con las manos limpias
Watergate empezó con un delito: una incursión ilegal en la sede del Partido Demócrata en junio de 1972. Por ahora no hay evidencias de delito alguno en el caso de los rusos, por más que los demócratas digan que una investigación a fondo puede comprobar que hubo obstrucción de la justicia.
Los detractores de Trump destacan que el ex director del FBI James B. Comey dijo que en una conversación Trump le pidió que dejase tranquilo al ex asesor de seguridad nacional Michael Flynn, cuyos contactos con Rusia estaban siendo investigados. Posteriormente, es bien sabido, Trump despidió a Comey, negando que lo haya hecho para descarrilar la investigación de los rusos.
Pero no hay nada comparable con la grabación en la que Nixon está de acuerdo con un colaborador en que había que decirle al FBI que “no se metiese en esto”. Tres días después de que la grabación fuese difundida en agosto de 1974, Nixon renunció para no enfrentar un juicio político.
Exdirector del FBI, un ‘chiflado’
La Casa Blanca confirmó el relato del New York Times sobre los comentarios que Trump hizo a funcionarios rusos –que Comey estaba “chiflado” y que al despedirlo se había sacado un gran peso de encima por las presiones que sentía en torno a la investigación de los rusos–, pero insiste en que están siendo mal interpretados por los opositores. Apelan a la misma táctica que usaron Nixon y su gente: Critican la revelación de información clasificada en lugar de negar su contenido. Dado que el gobierno decide qué es clasificado y qué no, es una defensa que puede ser usada en cualquier circunstancia.
El despido de Comey y lo que Trump dijo después recuerdan la “masacre del sábado a la noche”, cuando Nixon despidió el fiscal especial Archibald Cox, que había ordenado la entrega de la grabación, la cual terminaría comprobando el encubrimiento.
Cox había sido designado en primer lugar porque el Senado exigía un fiscal especial antes de confirmar al nuevo secretario de justicia de Nixon, Elliot Richardson. Richardson prometió no interferir con el fiscal, y cuando Nixon le ordenó que despidiese a Cox, Richardson renunció. Lo mismo hizo su segundo antes de que el propio Nixon echase a Cox y tratase de suspender toda la operación. No pudo salirse con la suya porque el Congreso y la opinión pública se lo impidieron.
Fue nombrado un nuevo fiscal especial cuyo pedido de entrega de la grabación fue avalado por los tribunales. Nixon no tenía escapatoria.
Desde esta perspectiva, los precedentes no parecían muy alentadores cuando Trump despidió a Comey.
Despedir a Comey intensificó investigación
La medida de Trump no puso fin a la investigación. De hecho, tal vez la intensificó. Ahora hay un fiscal especial, designado por el subsecretario de justicia Rod Rosenstein y cuestionado amargamente por Trump, quien dijo que se estaba llevando a cabo “una cacería de brujas”.
Todo esto ha generado una atmósfera de incertidumbre que no se diferencia mucho de lo sucedido con el Watergate.
En los últimos meses de Nixon, miembros de su gabinete temieron que el presidente ordenase una intervención militar en el exterior para desviar la atención y llegaron a decirle a los altos mandos militares que no acatasen una orden de Nixon en ese sentido sin consultar antes con ellos.
Desconfianza grave, pero no al nivel del Watergate
Ahora también hay razones para la desconfianza, aunque no tan graves como las del peor momento de Watergate.
Y Trump goza de una ventaja política que Nixon no tuvo: Por más de que sus índices de aprobación sean bajos –alrededor del 40 por ciento–, mucha de la gente que votó por él no le presta atención a toda la controversia.
En ciertos sentidos, Trump no está obligado a acatar las reglas que rigen para la mayoría de los líderes políticos. Nixon fue producto del establishment y del Partido Republicano, un político de carrera. Y cuando los republicanos le dieron la espalda, se hizo evidente que estaba acabado.
Esa perspectiva no es tan alarmante para Trump, quien puede denunciar e ignorar a los desertores, e incluso ser aplaudido por sus partidarios, que lo eligieron para que acabe con la forma de hacer las cosas en Washington.
El riesgo para Trump
El gran riesgo para Trump son las investigaciones, el fiscal especial y las comisiones del Senado y la Cámara de Representantes que investigan a los rusos. Y tal vez la justicia.
Si el fiscal especial Robert Mueller, quien fue director del FBI 12 años, lleva la investigación a terrenos que molestan a Trump, el mandatario puede despedirlo.
A un costo alto, pues eso generaría una explosión política comparable a la que se produjo tras la masacre de la noche del sábado. El país, sin embargo, está mucho más dividido que en la época de Nixon.
Los demócratas no son mayoría
Los demócratas que quieren hacerle un juicio político con miras a su posible destitución ignoran ese detalle y los números. Los demócratas controlaban el Congreso en la época de Nixon. La Cámara Baja, controlada por los republicanos, llegó a pedir la destitución de Bill Clinton antes de que el Senado lo absolviese al no conseguir la medida los dos tercios de los votos necesarios.
O sea, hablar de un juicio político y una destitución es no solo prematuro sino políticamente imposible, dado que los republicanos tienen firme control de la Cámara Baja. Al menos mientras no surjan elementos más graves que los que hay ahora.
Las investigaciones y la controversia continuarán y Trump seguramente seguirá emitiendo sus tuits y aprovechando la televisión por cable, que no existía durante la época de Nixon.
Cuando se le preguntó a Trump si había tratado de entorpecer la investigación de los rusos, respondió irritado “no, no, la siguiente pregunta”.
Al comenzar la investigación de Watergate, Nixon afirmó que “nunca, nunca, nunca, nunca” más volvería a hablar del tema. Por su puesto que lo hizo. No tuvo otro remedio.