Para ser un hombre tras las rejas, el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva ha tenido suerte.
En las últimas semanas, sus seguidores se han tomado las calles en su nombre; celebridades extranjeras y líderes mundiales, incluido un ganador del Premio Nobel de la Paz, lo han elogiado, e incluso el papa Francisco le habría enviado bendiciones. Ningún otro candidato se le acerca en las encuestas para las elecciones presidenciales del 7 de octubre.
Eso no es para nada malo para el líder político, a quien dos tribunales brasileños declararon culpable de lavado de dinero y soborno, y lo sentenciaron a 12 años de prisión.
No tiene importancia que, según una aplaudida ley anticorrupción, tal deshonra lo haga inelegible para postularse como candidato durante los próximos ocho años; ni que su gran gasto deliberado, y su sucesora Dilma Rousseff, hayan predispuesto a Brasil a su peor recesión y una década de escándalos de corrupción y soborno.
Es cierto que una gran proporción de votantes (un 47 por ciento, según una encuesta de BTG Pactual) dice que no votaría por él «de ninguna manera». Sin embargo, su carisma imperecedero y su estilo de hombre común, impulsados por la afortunada racha de prosperidad de la que disfrutó Brasil bajo su mandato, lo han aislado de la deshonra que afecta a gran parte del resto de la clase política carente de ética.
De ahí el eslogan de la campaña: «¡Las elecciones sin Lula son un fraude!».
Sin embargo, es otro asunto que eruditos y observadores internacionales adopten el mantra, y resulta extraño que los mismos críticos extranjeros que recriminaron justamente a Brasil por su indulgencia con funcionarios corruptos, ahora rechacen al país por seguir las reglas, incluso cuando eso signifique llevar a una leyenda ante la justicia.
Según ellos, Lula es un Nelson Mandela tropical. «No se trata solo de un hombre, sino del futuro de la democracia en Brasil», escribió un grupo de representantes parlamentarios del Reino Unido en una carta abierta a The Guardian en abril pasado.
«Luiz Inácio Lula da Silva fue encarcelado por cargos no probados», afirmaron en julio el senador de Vermont Bernie Sanders y otros 28 legisladores de Estados Unidos.
La semana pasada, el exsecretario de Relaciones Exteriores de México, Jorge Castañeda, llevó la discusión a la página de columnas de opinión del New York Times, terminando con un ademán revolucionario. Sí, se hizo justicia en el caso Lula, señaló; y sin embargo, las acusaciones «son demasiado endebles» y «el supuesto crimen tan menor –hasta ahora–, la sentencia tan evidentemente desproporcionada y los riesgos tan altos que, en la América Latina de hoy, la democracia debería imponerse, por así decirlo, al Estado de derecho», escribió Castañeda.
Este tipo de intromisión suena conocida. Durante años, Cuba, bajo el mando de Fidel Castro, fue un matamoscas para los rebeldes del mundo rico ansiosos por sentir una auténtica revolución del tercer mundo.
Más recientemente, las atenciones se trasladaron a Venezuela, que bajo la presidencia del difunto Hugo Chávez, autodenominado revolucionario bolivariano, vio pasar un constante desfile de celebridades, desde Sean Penn hasta Noam Chomsky.
Ahora que la Cuba postCastro está a favor de las reformas promercado, Venezuela está implosionando y la marea rosa izquierdista en América Latina está disminuyendo, surge la necesidad de la apoteosis de Lula de criminal a prisionero político, donde Brasil reemplazará a la Sierra Maestra.
Ese es un argumento reduccionista que –junto con la idea de que todos los políticos son deshonestos, de todos modos– los críticos en el extranjero pueden captar y repetir fácilmente.
Es un coro que valida una mentalidad de «tierra quemada», como lo expresó O Estado de São Paulo, favoreciendo «el auge de los aventureros populistas» que impulsan milagros «antisistema» y falsas soluciones.
Sin embargo, estas son actitudes en busca de una oportunidad y, como tal, presas fáciles de conceptos erróneos. «Parece haber una incapacidad para reconocer que Brasil ha cambiado», dijo Fernando Schuler, analista político de Insper, una escuela de negocios de São Paulo.
«El Poder Judicial es independiente; las instituciones públicas funcionan; y la Constitución democrática que cerró la puerta a la dictadura acaba de cumplir 30 años».
No hay excepción para celebridades o pago de favores en el nuevo pacto democrático de Brasil. Lula y Rousseff designaron a la mayoría de los jueces en la Corte Suprema de 11 escaños, que ha dictado severas condenas por corrupción a funcionarios de alto rango y aliados de sus gobiernos.
La misma corte presidió la destitución de Rousseff, que pasó por una serie de votaciones en ambas cámaras legislativas.
Del mismo modo, Lula está en la cárcel porque la misma Corte Suprema confirmó recientemente una norma que estableció hace menos de dos años que señala que los delincuentes serían encarcelados si sus condenas se confirman después de una apelación.
Y, si falla la apelación a un Ave María ante el tribunal electoral, Lula no estará en la boleta electoral de octubre al ser excluido por la Ley de Expediente Limpio para políticos deshonestos, ley que el mismo Lula firmó en 2010.
A pesar de sus defectos, «la democracia de Brasil ahora está consolidada y funcionando», dijo Schuler. Eso es así debido al estado de derecho, no pese a él.
*El autor es columnista de Bloomberg cubriendo Latinoamérica y Sudamérica.