Enrique Alejandro Saldívar López fue diagnosticado con diabetes mellitus tipo 2 en 1993. La enfermedad no transmisible le ha provocado múltiples complicaciones de salud. Hoy, a sus 55 años de edad, sufre dolores “espantosos” a consecuencia de la neuropatía; la retinopatía le ha afectado su vista: está ciego de un ojo y con el otro ve poco, además padece pie diabético, lo que lo ha puesto ya al borde de la amputación.
“Yo tengo retinopatía diabética, ya un poco ‘gravito’ en uno [ojo] y el otro, pues ya no tengo ojo, ya no se ve nada con el otro ojo”, dice el hombre que radica en Mérida, Yucatán.
Además, la neuropatía le provoca fuertes dolores que al principio atribuía al peso que cargaba al mover cajas de cerveza. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), ésta es una lesión de los nervios y puede manifestarse por pérdida sensorial, lesiones de los miembros e impotencia sexual. También manifiesta que es la complicación más común de la diabetes.
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Enrique advierte que es muy dolorosa: “como que te aprietan […] cuando voy al centro o estoy entre mucha gente, cuidado y vaya a pasar alguien caminando junto a mí y tope porque te puedes revolcar del dolor. Es espantoso”.
Varias veces al día se realiza pruebas para monitorear sus niveles de azúcar y se inyecta insulina. Su día transcurre en casa con sus gatos, en la tienda de abarrotes que atiende y con su madre, de quien cuida, pues también padece diabetes.
Refiere que los clientes de su negocio compran principalmente refrescos, galletas y botanas, productos que –de acuerdo con especialistas– son causantes de sobrepeso, obesidad y diabetes.
“Se vende más refresco, más refresco, un poquito más de galleta, o sea, un poquito menos de galleta que de refresco, y Sabritas. Es lo que la gente pide”, expone.
Datos de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (Ensanut) 2016, revelaron que en la zona sur –a la que pertenece Yucatán– el consumo de botanas, dulces y postres es de 29 por ciento, relativamente bajo en comparación con el promedio nacional que supera el 40 por ciento. Además, alrededor del 85 por ciento de los mexicanos toma bebidas azucaradas no lácteas.
Enrique jamás imaginó que la enfermedad por la que el Gobierno emitió una alerta epidemiológica en 2016 fuera capaz de acarrear tantas consecuencias y reconoce que tras el diagnóstico no paró el consumo de Coca-Cola, pero sí lo redujo aproximadamente en un 75 por ciento: de los cuatro litros que llegaba a beber diariamente, ahora toma como máximo uno.
“Cuando me enteré que era diabético, no hice caso a lo que pudiera pasar por ser diabético, simplemente me dieron medicamentos por el doctor, me chequé dos a tres veces, pero nunca hice caso. Simplemente tenía la medicina, si se me acordaba la tomaba, si no se me acordaba tampoco la tomaba”, cuenta.
“Nunca dejé mi Coca-Cola, siempre tenía mi Coca-Cola. No tomaba agua, tomaba hasta dos litros de Coca-Cola diario. Desde luego, la light porque sabía que no tenía azúcar. Siempre buscaba el pretexto de no tomar agua porque decía que me empanzaba”, dice.
En enero de 2014, el Gobierno mexicano puso en marcha el Impuesto Especial (IEPS) del 10 por ciento para las bebidas azucaradas y aunque la medida ha sido reconocida por especialistas y organizaciones también se ha solicitado que se aumente al doble, tal como lo recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS).
UNA HISTORIA FAMILIAR DE DIABETES
Además de su madre, seis de sus ocho hermanos viven con diabetes y dos de ellos han sido amputados. Su abuela falleció por las complicaciones de la enfermedad. Y en México, cada año mueren hasta 105 mil personas por esa razón.
“La primera que supimos que tenía diabetes era mi difunta abuela. Mi abuela murió joven, de 62 años, creo. Mi mamá tiene diabetes. Tengo ocho hermanos: seis son diabéticos, tengo dos hermanos que ya no tienen dedos”, narra.
Su destino ya habría sido el mismo, pero no lo permitió. Recuerda que una mañana al cortarse las uñas, sin quererlo se ocasionó una pequeña herida, no le dio mayor importancia. Acudió a trabajar y tres horas después el pie estaba sumamente hinchado.
Más tarde visitó el Hospital “Doctor Agustín O’Horán”, en el que recibía atención regularmente. En la sala de espera vio muchos pacientes amputados en los pasillos, en sillas de ruedas y en los asientos del nosocomio.
“Se veían los muñones, o sea, cuando era la pierna, toda ensangrentada aún con la venda. O si no el pie, se veía de la parte que le cortaron los dedos, se veía todo ensangrentado. La mentalidad de los hospitales públicos es esta: ‘Quítalo, si se lo vas a quitar su dedo hoy y mañana le vas a quitar el pie, pues quítaselo todo de una buena vez’”.
Rememora que al ver su pie, el personal convocó a varios médicos para revisar su caso y determinar el tratamiento. Resolvieron que lo mejor era amputarlo, pero él se resistió, no aceptó y se fue.
“Uno de los doctores me dijo: ‘Hay que cortar’. Llamaron a los doctores macizos, a los jefes, ‘que hay que firmar muchos papeles, que hay que hacer esto’. Y le dije: ‘Yo le firmo lo que quiera, pero yo no me quedo aquí y usted no me corta nada’”, platica, mientras señala orgulloso: “Y está la pierna y están todos los dedos”.
Su experiencia le ha hecho considerar a los servicios de salud pública como “una porquería”: No hay abasto suficiente de medicamentos, los tiempos de espera para conseguir una consulta son excesivos y el personal –en ocasiones– es negligente o se encuentra poco capacitado para atender adecuadamente a los pacientes, sostiene.
“Los servicios públicos, o sea, los hospitales de Gobierno, son una porquería […] En el hospital público esperan hasta que ya no haya salvación y entonces, a cortar. Nada más con las citas, para que te pasen con el oftalmólogo, en mi caso, fue de enero a julio, cuando yo vaya ya estoy ciego, como que ya para qué voy a pasar con él, con esta persona. Para que me den insulina, me la dieron de marzo a agosto”, denuncia.
Es una enfermedad devastadora: “No te mueres así nada más porque sí, hay muchas complicaciones”, previene.