Los argentinos somos pasionales o, al menos, esa es la forma en la que nos gusta vernos. Asociamos la pasión al ruido, a los gritos, a los gestos ampulosos. En la cancha es ese mantra futbolero del «huevo, huevo, huevo». No nos entretenemos demasiado en tratar de entender nuestras pasiones y tendemos a medirlas de acuerdo con el nivel de exaltación exhibido. En el fútbol nos consideramos los más apasionados. Quizá porque saltamos sin parar, nos abrazamos, colgamos muchas banderas por todas partes, llenamos los estadios con cantos y papelitos de colores y necesitamos en cada partido más policías que aficionados.
No pensamos en todo esto como formas más o menos pintorescas o más o menos legales de expresarnos sino como una forma superior de sentir, que nos define como argentinos y nos diferencia del resto.
Las barras bravas aprovechan una tergiversada lectura de los sentimientos para camuflarse en el fútbol
¿En qué momento nos adjudicamos el título de campeones mundiales de la pasión? ¿Cuándo decidimos que lo que definía nuestro compromiso con algo era la forma de mostrarnos y no su contenido? ¿Acaso no es apasionado un filósofo? ¿No lo era Brahms por haber nacido en la fría Hamburgo y no haberse colgado nunca de un paravalanchas? ¿No se vive con pasión un partido de fútbol en el Allianz Arena, el Calderón o el Bernabéu?
Nos resulta difícil percibir la pasión expresada de una forma más callada y profunda. En Argentina alguien que se pasa 10 años dando forma, meticulosamente, a un bonsái, difícilmente sea catalogado como un apasionado. Aquel que en el fútbol disfruta o sufre con su equipo pero es, a la vez, capaz de reconocer el talento o la valentía del rival es visto más bien como un desapasionado, un «pecho frío» o un traidor, a secas. Gente sin pasión, sin alma. Gente sin swing. Descorazonados que no entienden el mundo de los sentimientos, que «no sienten los colores» y que jamás comprenderían lo que significa ser «verdaderamente argentino», «entender al pueblo», «ser un hincha de verdad», un auténtico miembro de La 12 o un borracho del tablón.
Esta tergiversada interpretación sobre las pasiones la aprovechan los violentos. Es una de las tantas razones para que las barras bravas, que son solo una expresión de un problema social más extenso y profundo, sigan camuflando su presencia en el fútbol. Son la sinrazón disfrazada de pasión. La utilizan como valor superior que todo lo explica y todo lo excusa. Dicen: «Lo hacemos por los colores», «nos dejamos el alma», «defendemos lo que queremos», «lo nuestro». Frases como cáscaras que los aíslan en un mundo sin matices, donde todo da lo mismo porque depende de cómo lo siente cada cual. Un recurso poco original para no tener que reflexionar y para desacreditar a cualquiera que lo intente. La mejor excusa de los intolerantes para justificarse a sí mismos.
Así es como algunos hinchas de San Lorenzo insultan a sus jugadores porque estos «no sienten la camiseta». Y un jugador reacciona y hace gestos a la hinchada. Y los barrabravas saltan la seguridad en un entrenamiento, amenazan al plantel y golpean a ese jugador para explicarle bien, detalladamente, cómo se deben sentir los sentimientos. Lo golpean para instruirlo sobre la pasión. Le cuentan con los puños cómo ellos transpiran en la tribuna, llueve o truene, incondicionalmente, domingo tras domingo, la camiseta.
Y que cada día la quieren más, porque es un sentimiento que no pueden parar y olé olé olé; olé olé olé olaaá…